Por Javier de Miguel
REVOLUCIÓN, DELITO Y PECADO (I)
La obsesión por apartar la moral natural de la vida civil de la sociedad es uno de los tabúes más infranqueables que la ideología revolucionaria se ha encargado de crear. Y, desde su punto de vista, es lógico que así lo hagan. Sólo de esa manera es posible garantizar la autonomía absoluta del individuo (que, a la postre, acaba siendo la del político) en el orden temporal. Es uno de los principios innegociables, de los dogmas irrefutables que nadie osa contradecir, so pena de ridiculización, calumnia o insulto por parte de los súbditos revolucionarios.
En este sentido, hace no mucho tuve la ocasión de leer en un medio de comunicación afín a las ideas revolucionarias un artículo titulado: “Tranquilos: el pecado no es delito”.
Titular que suscribiría, con los pertinentes matices, de no ser porque venía de quien viene, es decir, de quien pretende hacer de moral y política dos compartimentos absolutamente estancos, para lo cual se apoyan en la falaz identificación entre moral y religión, de manera que hacen ver que la moral no es vinculante para los no-religiosos, o mejor dicho, para los no-seguidores-de-la-Iglesia-Católica.
Tan errado anda quien cree que todos los pecados de la ley mosaica deben estar tipificados en el código penal, como quien cree que ninguno de ellos tiene por qué estarlo. Entre medio de ambas posiciones, encontramos multitud de ellas:
Partimos de la base de que hay dos contextos, dos entornos de actuación: la moral de la vida interna del individuo, que se podría definir como la moral que afecta a las
acciones internas de la persona, sin contar con la relación con los otros, y la moral “social”, que es la que regula las relaciones entre los individuos de una sociedad, y debe garantizar los derechos, libertades y obligaciones de todos los individuos en tanto se relacionan entre sí. En otras, palabras, la envidia formaría parte de la moral interna, mientras que pinchar las ruedas al coche del vecino, por envidia, o por cualquier otra causa, es un delito, en tanto que es un atentado contra su propiedad, y en última instancia, contra su libertad. Pues bien, a nadie se le escapa que es inimaginable que la envidia sea delito, pues pertenece al ámbito de la conciencia interna del individuo. Por lo tanto, el primer error (el menos frecuente) es identificar al 100% pecado con delito.
Segundo error: pensar que la ley debe regular las relaciones sociales sin necesidad de coincidir en este ámbito con la moral “social”. Es decir, reconoce que hay una moral más o menos objetiva, pero que la ley no siempre tiene por qué circunscribirse a ella.
Es una posición algo más ambigua, también poco frecuente, pero es la que mantienen algunas opciones políticas liberales moderadas, que no buscan enfrentamientos abiertos de índole moral, y reconocen la objeción de conciencia en la medida en que eso implica reconocer que la ley transgrede en algunos casos, la moral objetiva. No obstante, estas opciones tienden cada vez más a recluir la moral en el ámbito subjetivo, aunque respetándola, para dar primacía a la ley.
Por último, el tercer y más frecuente escenario es el revolucionario. Es decir, comparte con la segunda opción la tendencia, aunque más marcada, a recluir la moral en las casas, niega en redondo la existencia de cualquier moral que pueda “interferir” en el democrático proceso legislativo, y, aunque reconozca (porque no tiene más remedio) que existen diversas concepciones morales, éstas deben desaparecer cuando se cruza la puerta de casa y el individuo se integra en la sociedad, en la cual debe regirse únicamente por las normas “democráticamente” elegidas, aunque contradigan su moralidad. Bajo el argumento buenista de que es imposible conjugar las diversas opciones morales, para ellos todas igualmente válidas, lo que pretende es diseñar una moral única de Estado, contra la que nadie tiene derecho a manifestarse.
Y alguien se preguntará, ¿existe una opción equilibrada, desideologizada, para conjugar ambos ámbitos?
Otro día más.
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