Por Javier de Miguel
Al hablar de “revolución”, en muchas ocasiones podemos caer en la tentación de hablar demasiado en abstracto, y dejar de señalar con el dedo a las ideologías que están detrás de ella.
Lo sorprendente de la revolución es que, pese a no introducir, en su compendio ideológico, ninguna novedad respecto de ideologías nacidas siglos atrás, es en sí una novedad, precisamente por lo ambiguo de su calificación ideológica. Y es que, de hecho, pienso que no se puede identificar a la revolución con una ideología única, sino más bien como el resultado de una serie de pactos entre ideologías, muchas veces contradictorias entre sí, que han aceptado claudicar en ciertos aspectos programáticos en beneficio del fin a conseguir.
Un ejemplo claro de las políticas revolucionarias que se están desarrollando en Occidente lo podríamos denominar liberal-socialismo, o social-liberalismo. A cualquiera que esté mínimamente iniciado en filosofía política, esta combinación le parecerá aberrante, pues nada hay más anti-liberal que el socialismo, y nada más anti-socialista que el liberalismo. Mientras el liberalismo afirma la individualidad absoluta del hombre, fundada en su libertad como fin, y sólo acepta la organización social como un pacto tan inevitable como artificial, el socialismo se ubica en las antípodas del liberalismo, reconociendo tan sólo la individualidad del hombre en tanto que parte del engranaje social, del cual el Estado es férreo controlador. En otras palabras, también podemos decir que el liberalismo ensalza la libertad, aunque sea, en muchos casos una libertad mal definida, mientras que al socialismo le repugna cualquier tipo de libertad.
A partir de la segunda guerra mundial, el socialismo en Europa Occidental comenzó a tomar un cariz crecientemente liberal, acrecentado a partir de la década de los sesenta. A partir de entonces, la revolución ya no sería ni la revolución liberal hija de la Ilustración, ni la revolución bolchevique alineada con los dictados de Moscú. Las políticas implementadas, sin ir más lejos en España, diagnostican claramente la simbiosis que se ha creado entra ambas ideologías.
Vamos con algunos ejemplos: la aceptación social y legal de la homosexualidad y de los matrimonios entre homosexuales, del amor libre, del aborto, etc, frutos todos ellos del Estado-pilato liberal, y muchos de ellos perseguidos en los regímenes totalitarios socialistas, han sido ampliamente apoyados e instaurados por partidos de cartel socialista (que después los partidos liberales de derechas han mantenido, como no podía ser de otra forma).
Por otro lado, parece razonable pensar que ha sido el socialismo el que ha bebido en las fuentes del liberalismo, más que a la inversa, pero lo cierto es que, camuflado en el socialismo por lo que a los partidos “de izquierda” se refiere, y en su más pura esencia en los partidos “de derechas”, el liberalismo está mucho más presente y goza de más amplio respaldo en la opinión pública que el socialismo puro, al que, pese a ser más reciente como ideología, se le considera anacrónico, en tanto que representa un modelo de organización destinado al fracaso. El socialismo, así, ha decidido jugar al juego parlamentario, pero por supuesto con las reglas del juego liberales. Porque el vencedor histórico-ideológico del siglo XX ha sido el liberalismo, y por tanto, es el socialismo el que tiene que mover ficha hacia él, y no al revés.
Una vez explicado muy someramente lo que separa a liberales y socialistas, vayamos a lo más importante que nos ocupa ahora, que es lo que tienen en común, lo que les une y les hace caminar juntos. Tanto unos como otros presentan como principio irrenunciable la soberanía de la política sobre la moral, una moral que para ambos es definida no en sí misma, sino precisamente en función del juego político, de manera que la moral no es más que una rama que crece del tronco del juego parlamentario, y no al revés. El socialismo lo ha hecho evolucionando desde la figura del Estado autoritario hacia la del Estado liberal, pero la esencia de ambos en este aspecto es la misma.
Una consecuencia secundaria, pero no por ello menos importante de esto es la animadversión que ambos comparten hacia la presencia de inspiración religiosa en la vida pública, e incluso en la privada. En este sentido, también el socialismo ha tenido que aprender del liberalismo. La violencia explícita ya no está de moda: no es democrática. Por eso las ideologías filo-socialistas ya no andan quemando iglesias ni asesinando religiosos, lo cual no quiere decir que hayan claudicado en su objetivo de erradicar cualquier atisbo de religiosidad en la sociedad. Más bien se han adoctrinado en los métodos liberales para ir apartando a la religión de la vida pública. A través del mal denominado Estado de Derecho, se sirven de la ley, supuestamente inspirada en la soberanía popular, otro principio de suyo liberal, para promulgar leyes que reemplazan a la razón natural por la razón subjetiva, que es otro principio liberal. La ley deja así de estar inspirada en la moral para estarlo en la coacción. La frontera del totalitarismo ya ha sido atravesada, y lo ha sido precisamente siguiendo el ideario liberal. Porque no tenemos que olvidar que antes del Archipíelago Gulag y de las purgas estalinistas, productos socialistas, ya habían existido los jacobinos, sus guillotinas, los saqueos a Iglesias, etc, todos ellos hijos de la “libertad” del liberalismo.
No lo olvidemos, en la historia, el telón de la violencia no lo levanta el socialismo, sino el liberalismo. Después, a partir de principios del S.XIX el liberalismo pasa a ponerse el cartel de civilizado, y es el socialismo el que entonces pasa a ser semilla de violencia. Cada uno tuvo su siglo, y parece que de momento el siglo XXI se lo están repartiendo ambos como buenos hermanos.
Por tanto, el socialismo contemporáneo, sin haber renunciado del todo a sus pretensiones totalitarias, ha heredado del liberalismo métodos más sibilinos para alcanzar dichas aspiraciones, que por otro lado no son muy distintas a las del liberalismo. Son dos ideologías cuyos destinos nunca pensaron sus fundadores que acabarían encontrándose. Son dos ideologías aparentemente opuestas, que han cruzado sus caminos en una época de declive de la filosofía política, donde lo que prima es la utilidad electoral de un sistema-banquete diseñado por liberales, pero cuyos comensales no tienen por qué rezar el credo liberal crudo, solamente basta que alcen las copas y brinden al grito de: “Seremos como dioses”.
Al hablar de “revolución”, en muchas ocasiones podemos caer en la tentación de hablar demasiado en abstracto, y dejar de señalar con el dedo a las ideologías que están detrás de ella.
Lo sorprendente de la revolución es que, pese a no introducir, en su compendio ideológico, ninguna novedad respecto de ideologías nacidas siglos atrás, es en sí una novedad, precisamente por lo ambiguo de su calificación ideológica. Y es que, de hecho, pienso que no se puede identificar a la revolución con una ideología única, sino más bien como el resultado de una serie de pactos entre ideologías, muchas veces contradictorias entre sí, que han aceptado claudicar en ciertos aspectos programáticos en beneficio del fin a conseguir.
Un ejemplo claro de las políticas revolucionarias que se están desarrollando en Occidente lo podríamos denominar liberal-socialismo, o social-liberalismo. A cualquiera que esté mínimamente iniciado en filosofía política, esta combinación le parecerá aberrante, pues nada hay más anti-liberal que el socialismo, y nada más anti-socialista que el liberalismo. Mientras el liberalismo afirma la individualidad absoluta del hombre, fundada en su libertad como fin, y sólo acepta la organización social como un pacto tan inevitable como artificial, el socialismo se ubica en las antípodas del liberalismo, reconociendo tan sólo la individualidad del hombre en tanto que parte del engranaje social, del cual el Estado es férreo controlador. En otras palabras, también podemos decir que el liberalismo ensalza la libertad, aunque sea, en muchos casos una libertad mal definida, mientras que al socialismo le repugna cualquier tipo de libertad.
A partir de la segunda guerra mundial, el socialismo en Europa Occidental comenzó a tomar un cariz crecientemente liberal, acrecentado a partir de la década de los sesenta. A partir de entonces, la revolución ya no sería ni la revolución liberal hija de la Ilustración, ni la revolución bolchevique alineada con los dictados de Moscú. Las políticas implementadas, sin ir más lejos en España, diagnostican claramente la simbiosis que se ha creado entra ambas ideologías.
Vamos con algunos ejemplos: la aceptación social y legal de la homosexualidad y de los matrimonios entre homosexuales, del amor libre, del aborto, etc, frutos todos ellos del Estado-pilato liberal, y muchos de ellos perseguidos en los regímenes totalitarios socialistas, han sido ampliamente apoyados e instaurados por partidos de cartel socialista (que después los partidos liberales de derechas han mantenido, como no podía ser de otra forma).
Por otro lado, parece razonable pensar que ha sido el socialismo el que ha bebido en las fuentes del liberalismo, más que a la inversa, pero lo cierto es que, camuflado en el socialismo por lo que a los partidos “de izquierda” se refiere, y en su más pura esencia en los partidos “de derechas”, el liberalismo está mucho más presente y goza de más amplio respaldo en la opinión pública que el socialismo puro, al que, pese a ser más reciente como ideología, se le considera anacrónico, en tanto que representa un modelo de organización destinado al fracaso. El socialismo, así, ha decidido jugar al juego parlamentario, pero por supuesto con las reglas del juego liberales. Porque el vencedor histórico-ideológico del siglo XX ha sido el liberalismo, y por tanto, es el socialismo el que tiene que mover ficha hacia él, y no al revés.
Una vez explicado muy someramente lo que separa a liberales y socialistas, vayamos a lo más importante que nos ocupa ahora, que es lo que tienen en común, lo que les une y les hace caminar juntos. Tanto unos como otros presentan como principio irrenunciable la soberanía de la política sobre la moral, una moral que para ambos es definida no en sí misma, sino precisamente en función del juego político, de manera que la moral no es más que una rama que crece del tronco del juego parlamentario, y no al revés. El socialismo lo ha hecho evolucionando desde la figura del Estado autoritario hacia la del Estado liberal, pero la esencia de ambos en este aspecto es la misma.
Una consecuencia secundaria, pero no por ello menos importante de esto es la animadversión que ambos comparten hacia la presencia de inspiración religiosa en la vida pública, e incluso en la privada. En este sentido, también el socialismo ha tenido que aprender del liberalismo. La violencia explícita ya no está de moda: no es democrática. Por eso las ideologías filo-socialistas ya no andan quemando iglesias ni asesinando religiosos, lo cual no quiere decir que hayan claudicado en su objetivo de erradicar cualquier atisbo de religiosidad en la sociedad. Más bien se han adoctrinado en los métodos liberales para ir apartando a la religión de la vida pública. A través del mal denominado Estado de Derecho, se sirven de la ley, supuestamente inspirada en la soberanía popular, otro principio de suyo liberal, para promulgar leyes que reemplazan a la razón natural por la razón subjetiva, que es otro principio liberal. La ley deja así de estar inspirada en la moral para estarlo en la coacción. La frontera del totalitarismo ya ha sido atravesada, y lo ha sido precisamente siguiendo el ideario liberal. Porque no tenemos que olvidar que antes del Archipíelago Gulag y de las purgas estalinistas, productos socialistas, ya habían existido los jacobinos, sus guillotinas, los saqueos a Iglesias, etc, todos ellos hijos de la “libertad” del liberalismo.
No lo olvidemos, en la historia, el telón de la violencia no lo levanta el socialismo, sino el liberalismo. Después, a partir de principios del S.XIX el liberalismo pasa a ponerse el cartel de civilizado, y es el socialismo el que entonces pasa a ser semilla de violencia. Cada uno tuvo su siglo, y parece que de momento el siglo XXI se lo están repartiendo ambos como buenos hermanos.
Por tanto, el socialismo contemporáneo, sin haber renunciado del todo a sus pretensiones totalitarias, ha heredado del liberalismo métodos más sibilinos para alcanzar dichas aspiraciones, que por otro lado no son muy distintas a las del liberalismo. Son dos ideologías cuyos destinos nunca pensaron sus fundadores que acabarían encontrándose. Son dos ideologías aparentemente opuestas, que han cruzado sus caminos en una época de declive de la filosofía política, donde lo que prima es la utilidad electoral de un sistema-banquete diseñado por liberales, pero cuyos comensales no tienen por qué rezar el credo liberal crudo, solamente basta que alcen las copas y brinden al grito de: “Seremos como dioses”.
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