domingo, 5 de septiembre de 2010

TRAS EL RASTRO DE LA REVOLUCIÓN

Por Javier de Miguel

Ante el abrumador florecimiento, especialmente acontecido durante los últimos dos siglos, de ideologías de índole revolucionaria, y su profunda asimilación por parte de las sociedades occidentales modernas, adquiere gran importancia educar al intelecto para detectarlas y desenmascararlas, para lo cual parece oportuno fijar una serie de parámetros básicos.

Hemos dicho en multitud de ocasiones que, a pesar de lo variopinto de las ideologías que pueden denominarse revolucionarias, hay una serie de factores ceteris paribus, y que son, estableciendo el símil biológico, el núcleo del genoma revolucionario. Al igual que un hombre puede ser alto, bajo, rubio o moreno, por encima de todo es hombre porque así lo determina su ADN. Lo mismo ocurre pues con las ideologías revolucionarias, y nuestro objetivo será exponer brevemente qué elementos componen ese núcleo básico.

La verdad es que, en muchas ocasiones, dicho núcleo ve retratado más o menos fácilmente en la práctica, pero más de forma intuitiva que analítica, de manara que resulta interesante saber en base a qué argumentos de índole más teórica o filosófica podemos llegar a dichas conclusiones. En definitiva, se trata de ordenar la mente para trazar los rasgos básicos del esqueleto de dichas ideologías.

La definición que analizaremos, lo suficientemente breve para no desorientar, pero lo suficientemente extensa como para condensar todo lo que de esencial tienen estas ideologías. Así, podríamos identificar una ideología revolucionaria como:

Ideología subversiva con motivaciones materialistas, desplegada de manera subliminal y no-violenta, básicamente a través de los resortes culturales y de opinión, especialmente centrada en la confusión creada por una perversión del lenguaje.

De esta definición, se pueden desprender cuatro grandes rasgos, que a su vez se pueden desdoblar en dos categorías: dos primarios, de carácter más teórico, y otros dos secundarios, que tienden a definir el modus operandi de esos dos principios teóricos.

En primer lugar cabe decir que, mientras que todas las ideologías revolucionarias son subversivas, no quiere decir que todas las ideas subversivas sean revolucionarias, al menos al modo en que aquí tratamos el término “revolución”. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define “subvertir” como "trastornar, revolver, destruir, especialmente en lo moral". Por tanto, por subversión podemos entender la modificación, por lo general, brusca, (en los fines, que no siempre en los modos), del orden moral establecido.

No obstante, si el orden moral establecido es objetivamente injusto, entonces una subversión puede estar legitimada, siempre y cuando se empleen para ello los medios más proporcionados posibles. Pero, en cualquier caso, insisto, una situación límite de degeneración social y corrupción moral puede legítimamente ser abortada por medios que, literalmente, se consideran subversivos, pero que no son revolucionarios.

Así pues, ¿qué es lo que de subversivo tiene la revolución que la hace ilegítima? Evidentemente, su trasfondo. Y con ello llegamos a definir el segundo rasgo de las ideologías revolucionarias: una motivación filosófica de carácter materialista.

En filosofía, una doctrina se define como materialista cuando reduce su ámbito de acción a lo meramente material, negando la metafísica, y con ella, toda una serie de conceptos como la moral objetiva, la ley natural, y sobre todo niega el origen inmaterial de aspectos tan poco “materiales” como la libertad o los sentimientos, atribuyéndolos a secuencias definibles en términos materiales. Por descontado, niega el carácter inmaterial del alma, y por más descontado todavía, toda referencia a la trascendencia.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos aporta un matiz nuevo a esta definición:

“el materialismo práctico, que limita sus necesidades y sus ambiciones al espacio y al tiempo”.

Por tanto, una filosofía de índole materialista se identifica y adquiere su sentido en la gestión de las cosas en clave exclusivamente terrena, especialmente cuando éstas tienen que ver con los recursos materiales, como el dinero, el poder o la libertad en sentido material, de la que aquí hemos hablado en artículos precedentes.

El marxismo, padre de las ideologías revolucionarias de hoy, atacaba una estructura social que consideraba, siempre en términos materiales, de opresión- sumisión, en sus orígenes una opresión de cariz económico, pero que con el tiempo se ha ido extrapolando a otras relaciones sociales que paralelamente se consideraban de opresión-sumisión, como es el caso de la lucha de sexos y la lucha de generaciones, de suerte que el destino humano estaba en manos de la conciencia de los oprimidos para liberarse de los opresores.

Pero resulta extremadamente curioso que el marxismo y neo-marxismo proponen como solución, no una organización que, al menos desde su punto de vista, pudiese ser considerada más equilibrada, sino otra relación de dominación, pero a la inversa, de manera que el dominado se convierta en el dominador. Lo encontramos en el concepto marxista de “dictadura del proletariado”, y en las doctrinas neo-marxistas, en las ideologías “misándricas” que postula la lucha de sexos, y en las posturas antifamiliares, por lo que a la lucha de generaciones se refiere.

Todas estas luchas se plantean en clave de libertad, pero de una libertad material, entendida como la ausencia de condicionantes materiales, a saber, dinero, dependencia sentimental o económica, etc, que sería el objetivo último del ser humano, y que justificaría así la destrucción de dichas relaciones consideradas como opresivas para una de las dos partes, llámense matrimonio, familia o jerarquía. El hombre así solamente se realizaría a sí mismo rompiendo sus lazos y vínculos en la medida en que no le permiten ser “libre”, lo que se entiende como ejecutar a toda costa sus proyectos personales, por descabellados que éstos sean. Obviamente, este dislate niega rotundamente una verdad antropológica también rotunda, que es el carácter social de la naturaleza humana. O si no la niega, al menos considera que la felicidad se encuentra en superar esa naturaleza y construir su historia sobre una tabla rasa moldeada al gusto.

Estas serían las características que podríamos llamar primarias, en tanto que responden a la motivación teórica de las ideologías revolucionarias. Sin embargo, hay algunas otras características, más de orden práctico, pero que pueden servir para desenmascararlas en la medida en que suponen herramientas de detección

La primera de ellas, adquirida más recientemente, sería su carácter subliminal. Las revoluciones violentas han muerto, para dar paso a otras de carácter subrepticio, de infiltración en la cultura, como sus propios autores la definieron después de la Segunda Guerra Mundial. La subversión a través de las armas ha dado paso a la subversión a través de la educación, cultura, la propaganda y los resortes del propio poder. En definitiva, es un terrorismo de guante blanco que actúa paciente pero constantemente para invertir las escalas de valores, para dar, bajo un engañoso aspecto de neutralidad, la carta de ciudadanía a valores y situaciones anormales y reprobables desde el punto de vista moral (como el divorcio, el aborto, la homosexualidad, el adulterio, el concubinato o, más ampliamente, el agnosticismo o el ateísmo práctico).

La perversión del lenguaje a través de su ambigüedad sería la cuarta característica, y la segunda de las secundarias. No sólo se modifica la grafía de las palabras, sino su significado, al introducir sesgos ambiguos y relativizando los conceptos, que son circunscritos al ámbito de lo subjetivo, lo cultural y lo contingente, y que por tanto, pueden ser interpretados de manera diferente según las circunstancias. Así, palabras de textura suave como “libertad”, “legalidad”, “autonomía”, “solidaridad”, “bienestar”, “valores”, “derechos humanos” o “ética cívica” esconden malévolamente estructuras subversivas de cambio cultural, pues bajo una falsa neutralidad introducen fuertes dosis de relativismo y pensamiento superficial, cosas ambas que no son precisamente neutrales.

En definitiva, es absolutamente fundamental asimilar estas variables para poder llegar a un diagnóstico correcto de lo que es una ideología revolucionaria. Lo cual no se puede negar que requiere alguna dosis de pensamiento reflexivo y de perspectiva mental, que es una de las primeras cosas que la revolución se encarga de eliminar, aboliendo el sentido común y el pensamiento crítico. Por eso mismo, porque es el propio síntoma el que camufla la enfermedad, es necesario vacunarse de ella frecuentemente a base de lectura, estudio detenido y gimnasia filosófica. Desempolvar a Platón y Aristóteles nos enseñará, entre otras cosas, que la democracia también tiene inconvenientes, y muchos; rescatar a Santo Tomás de Aquino, o la misma lectura del libro del Génesis nos dará una lección magistral de antropología, ayudándonos a entender qué es el hombre. Todo ello nos permitirá tener claro que hay una relación exponencialmente inversa entre lo que sabemos y lo que creemos que sabemos. Y les puedo asegurar que es como pasar de la noche al día.

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