viernes, 17 de abril de 2009

LA OPINIÓN DE LA SEMANA

Por Javier de Miguel.

Vayan por delante mis disculpas ante los lectores por la reiteración, ya que lo que digo en estas líneas lo repetiré en muchas ocasiones en el futuro. Y pueden tener por seguro que lo repetiré hasta quedarme afónico. Porque es la base para entender el pensamiento revolucionario de los últimos tres siglos: sin asimilar lo que en estas líneas trataré de transmitir, no es posible entender la esencia de las ideologías revolucionarias y, por ende, muchas de las cosas que a diario nos pasan desapercibidas.

Las ideologías revolucionarias tienen muchos carices, muchas derivaciones, muchas variantes, pero tienen un denominador común tremendamente nítido, una plataforma común que les permite aprovechar sinergias y prestarse mutua colaboración. Este denominador común se asienta en dos pilares fundamentales:

Por un lado, se proclama como dogma irrefutable, so pena de ostracismo, la autonomía absoluta del hombre sobre cualquier instancia de carácter trascendente, que, incluso si existiese (ya hablamos de ello en la columna de la semana pasada sobre el deísmo), no ha suponer la más mínima cortapisa a la independencia humana en el plano moral.

Entre paréntesis: Esto, que parece tan abstracto y alejado de la realidad, está perfectamente plasmado en absolutamente todas las constituciones del mundo occidental, y toma la forma de “soberanía popular” como forma de gobierno exclusiva y, por tanto, excluyente. Es una de las características de la revolución: bajo conceptos abstractos se esconden realidades muy palpables. La nuestra fue la Constitución de 1978, y se votó en masa, porque se convenció suficientemente de que aquello era bueno, y quienes tenían la formación suficiente para ver lo que se avecinaba, no fueron capaces de prever las trampas que esta Constitución encerraba, o no fueron capaces de transmitirlo. Hablo de la Iglesia Católica y de la intelectualidad conservadora en general, que por mucho que esté expulsada del mundo mediático, les puedo asegurar que existe.

Cerrado este paréntesis, la afirmación de la autonomía del hombre respecto de la ley natural no es un concepto ni mucho menos nuevo: de hecho, proviene de muchos siglos atrás, (empezando por las herejías de los primeros siglos después de Cristo, como el pelagianismo), pero es en los últimos trescientos años cuando ha tomado una metodología de difusión realmente sistemática y planificada.

El segundo pilar, del cual se podría discutir hasta qué punto es tal, y no una de las muchas consecuencias de la tesis de la autonomía humana sobre la ley natural. Me refiero a la negación de la naturaleza humana. Como no podía ser de otra manera, afirmar la absoluta soberanía moral humana no puede sino conducir a negar la naturaleza humana, en tanto que, como tal, es un obstáculo para dicha autonomía.

Así como hemos afirmado que la primera de las tesis es casi tan antigua como el hombre, por el contrario, la negación de la naturaleza humana es un concepto que ha adquirido especial virulencia mediática a partir de la segunda mitad del siglo XX, debido a que es a partir de entonces cuando la ciencia y la técnica alcanzan el desarrollo más exponencial y vertiginoso de su historia. Es dicho desarrollo el que posibilita masificar la contracepción (recordemos que la encíclica Humanae Vitae de SS. Pablo VI no fue escrita en 1968 por casualidad), “profesionalizar” la práctica del aborto, que irrumpe en las legislaciones de bastantes países occidentales, y en general, se inicia una ingente campaña mediática centrada en la libertad sexual, con los Beatles y mayo del 68 como bandera, basada en el divorcio entre la sexualidad y los dos únicos componentes que le dan su sentido: el amor y la procreación. Esta tendencia se consumará en los años 80 con la irrupción masiva de las técnicas de reproducción asistida y, más recientemente, con la cirugía de cambio de sexo que, en cada vez más Estados está amparado por el sistema de protección social público.

La revolución que viene (o que, de hecho, lleva ya tiempo en marcha) es, ante todo, una revolución sexual, en tanto que el fomento de la sexualidad sin compromiso tiene dos consecuencias básicas:

Por una parte, permite ofrecer al pueblo el “opio” que necesita una vez arrancado el único alimento del alma, que es la religiosidad. El sexo es lo único, que con Dios fuera del juego terrenal, permite a la gente afrontar los sinsabores de la vida sin que se generalice (aún más) la práctica del suicidio, si bien con escaso éxito, pues la tasa de suicidios sigue aumentando, tanto como los problemas psicológicos (valga como ejemplo que el Prozac ya es el medicamento más vendido del mundo). Es evidente que sustituir a Dios por el sexo es un enfoque netamente falaz, pero es “algo”. En otras palabras, lo que no se puede hacer es sustituir a Dios por “la nada”. El sexo, como el dinero o el poder, son los nuevos “dioses” de la revolución.

Y, en segundo lugar, el sexo libre es la quintaesencia de la negación de la naturaleza humana, por cuanto es lo más opuesto que a ésta existe, dada la artificial separación que genera entre sexualidad, amor y procreación. Por supuesto, el sexo libre no distingue entre personas (y dentro de poco, ni entre animales), razas, edades ni, por supuesto, sexos. ¡Sólo faltaría! Para eso es libre. Lógicamente, esto tiene consecuencias, y las más patentes son la ideología de género y el feminismo radical, también llamado “de género”, hermanos pequeños de la negación de la naturaleza humana. Y eso que ambas, además de falaces, son ridículas. Y lo son porque contradicen a diario a la propia ciencia, a través de la cual pretenden destruir dicha naturaleza humana. Me explico: hay estudios a patadas sobre las diferencias sustanciales entre los sistemas neuronales de hombres y mujeres, por el simple hecho de ser hombres o mujeres. La influencia de la cultura se demuestra cada vez menor a nivel psicológico, y cada vez están primando más los criterios deterministas (para más información, en la web www.arvo.net hay material muy interesante al respecto).

En definitiva, la propia ciencia devuelve a cada uno a su sitio, y pone en evidencia que quienes con más saña han atacado a la Iglesia mediante el mito de su hostilidad hacia la ciencia, son quienes con más vehemencia omiten la verdad científica, que como procedente de Dios, no puede contradecir la verdad teológica.

Seguramente se preguntarán el por qué de todo esto. No se preocupen: tiene un por qué. Pero creo que es suficiente por hoy: seguiremos desgranando temas en otra ocasión, porque el tema no tiene desperdicio.


PARA PROFUNDIZAR:
http://www.arvo.net/documento.asp?doc=020403d
http://www.arvo.net/documento.asp?doc=020405d
http://www.arvo.net/documento.asp?doc=020402d
http://www.arvo.net/documento.asp?doc=020406d
http://www.conoze.com/doc.php?doc=7559
http://centroeu.com/cultura/images/articles/071210p46trillo.pdf

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