Que la doctrina socialista se ha comportado como un chicle a lo largo de la historia, es algo fácil de entender si se analiza el tiempo transcurrido entre la aparición de las doctrinas de Karl Marx, durante la segunda mitad del siglo XIX (hago abstracción del socialismo utópico por su carencia de base filosófico-política), hasta la socialdemocracia de nuestros días. Y que dicha doctrina, dada su inverosimilitud, ha sido moldeada constantemente para amortiguar sus sucesivos descalabros en el mundo real, también. Por situarnos en los extremos del eje cronológico antes citado, es irónico que la izquierda post-bélica haya querido monopolizar el campo de la libertad, el progreso, la democracia y la sensibilidad social, cuando en su tenebrosa historia tan sólo encontramos ejemplos de lo opuesto, es decir, colectivización, represión, dictadura y capitalismo de Estado. Ahora analizamos brevísimamente el camino intermedio recorrido.
Para empezar, cuando empezó a ser evidente que el sistema resultante de la revolución soviética de 1917 no tenía nada que ver con la teoría marxista, y al mismo tiempo, que ni la crisis de los años 30 ni ninguna de las dos guerras mundiales que sacudieron Europa con especial virulencia desencadenaron ninguna revolución proletaria, voces disidentes empezaron a alzarse contra lo que se había convertido en una dictadura burocrática y brutalmente represora, generadora de Gulags y demás ejemplos de autoritarismo. La caída del Muro dio la razón a los que, por aquél entonces, ya intuían la superioridad política y moral de las democracias liberales occidentales. Porque es cierto que en términos militares existía una cierta paridad, pero la diferencia la marcaba el grado de desarrollo económico y de libertades existente en cada uno de los bloques, o mejor dicho, inexistente en uno de ellos.
Fue así como se fraguó la idea de que el socialismo debía actuar integrado en los sistemas democráticos, es decir, desde dentro, empleando mecanismos totalitarios basados en la restricción de ciertas libertades, apoyados en la intolerancia religiosa o la demolición de los principios morales tradicionales, para hacer un sistema a su medida, eso sí, reconociendo explícita o implícitamente que la democracia liberal-burguesa es la mejor alternativa política conocida, y que el capitalismo es, cuando menos, la manera menos mala de regular las relaciones económicas entre los distintos agentes económicos. Así cualquiera se hace socialista... ¿no?
Llegamos a los años 60 y 70. La crisis de Vietnam, el sesentayochismo hippy, el desarrollo del Estado del Bienestar y el azuzamiento de las sociedades subdesarrolladas contra el imperialismo yanki son el germen del socialismo contemporáneo. En aquellos momentos llegaría el eurocomunismo de Carrillo y compañía (vaya comunismo éste, que deshecha la revolución y acepta firmemente el sistema capitalista), y más recientemente, la Tecera Vía, caracterizada por una serie de medidas, sobre todo económicas, de marcado tinte liberal, gran invento del Señor Blair para devolver cuota de poder a la desahuciada socialdemocracia. Por último, podemos ver a numerosos profetas del izquierdismo adscritos a movimientos nacionalistas, tradicionalmente asociados y recriminados a la pérfida derechona. ¿Alguien se acuerda aún de Marx y su revolución proletaria universal?
Por eso, la eficacia propagandística del socialismo está fuera de toda duda, y a pesar de su lastre histórico, éste y sus sucedáneos, que conforman el conglomerado, difícilmente delimitable, del progresismo moderno (caracterizado por el laicismo beligerante, el palestinismo, el antiamericanismo, el pacifismo absoluto, el populsimo, el ecologismo, el antisemitismo, el feminismo radical, y los relativismos cultural y moral) tienen a día de hoy un peso específico nada despreciable, espoleados por el impulso que les proporciona la desorientación político-moral europea, la crisis y la pobreza en el Tercer Mundo, o la desastrosa actuación de EE.UU y sus aliados en Irak. En este sentido ayudan de forma providencial la desinformación y la manipulación de los medios y de la propia historia. Prueba de ello es que no se condena con igual dureza el Holocausto nazi como la represión estalinista. Todo el mundo conoce el horrible golpe de Estado franquista de 1936, pero muy pocos la historia golpista del PSOE o los intentos de revolución proletaria y sovietización del país durante la II República, con especial mención a la revolución de 1934. Es de divulgación general que los fachas mataron al abuelo de Zapatero en la guerra, pero no lo son tanto las historias de las checas, el genocidio de Paracuellos. Y como éstos podríamos poner muchos más ejemplos.
La conclusión histórica es que, por mucho que se maquille, una ideología de semejante calibre nunca funcionará en un sistema realmente democrático, porque el código genético del socialismo no presenta deficiencias de forma, sino de fondo, sobre todo moral y antropológico. Y se resumen, básicamente, en que desprecian la libertad del individuo y su autonomía, transmiten con insistencia la idea de que el hombre puede -y debe- vivir sólo de lo temporal, y tienen el incontenible vicio de la manipulación social y económica bajo la premisa de las excelencias del Estado como eje del funcionamiento político, económico y social. Y lo han hecho siempre y bajo cualquier régimen o circunstancia: en democracia (véase la II República y los gobiernos socialistas post-fraquistas), en dictadura (URSS y democracias populares), en tiempos de guerra, en tiempos de paz, y en todos los continentes (véanse las democracias populistas sudamericanas). Eso sí, adaptando su discurso a cada circunstancia política, pero empleando siempre mecanismos totalitarios, para un mismo fin: perpetuarse en el poder. Hay que convencerse, de una vez por todas, de que el sistema democrático, por el mero hecho de que alguien lo denomine como tal, no nos salva necesariamente de totalitarismos, aunque sean encubiertos. Pero es precisamente ese don mediático de atribuirse el monopolio de las libertades la que, junto con la pasividad de la derecha, le otorga al izquierdismo carta blanca para desplegar su sarta de métodos dictatoriales.
La historia ha demostrado que el gregarismo es la antesala de la dictadura. Lenin, antepasado del progresismo actual, decía: "Libertad, ¿para qué?". Tan sólo esta frase es suficiente para entender las atrocidades cometidas por él mismo y sus sucesores, aunque éstos últimos renieguen de su pedigrí. Entonces convendría decir, "¿Socialismo, para qué?".
domingo, 12 de abril de 2009
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