jueves, 6 de abril de 2017

EL OPTIMISMO COMO CRISTIANISMO MUNDANIZADO

 Javier de Miguel

A menudo se habla de que el cristiano debe caracterizarse por su optimismo. Se justifica esta postura camuflando este concepto dentro de las tradicionales virtudes teologales, fundamentalmente la Fe y la Esperanza. Pero no se parece en nada ni a la una ni a la otra: la Fe es la adhesión a una Verdad revelada, mientras que la Esperanza es la confianza, infundida por Dios, por la que confiamos con plena certeza alcanzar la Vida Eterna y los medios necesarios para ella. Sin embargo, el optimismo se caracteriza por una mera disposición de espíritu que aguarda lo mejor y lo más positivo de todo. Es decir, una actitud relacionada con el estado de ánimo, y no con la vida interior. La Fe y la Esperanza son puntales de la vida cristiana auténtica. Por el contrario, en ningún texto de espiritualidad clásica cristiana se habla del optimismo como tal.

De entrada, valga decir que el optimismo no es ningún don de Dios. El optimismo es una construcción del lenguaje moderno que pretende diseñar un salvavidas en el océano de la nada en que se encuentra la sociedad moderna, y que, en todo caso, y como ha ocurrido con otros conceptos, ha sido asumido por la pastoral moderna. A menudo se encuentra también en filosofías llamadas de coaching y autoayuda, todas ellas de dudosa credibilidad, y que ponen el acento en las sensaciones, los estados de ánimo, y no en el estado del alma.

Lo que el hombre necesita para salvarse son las virtudes humanas y sobrenaturales, y el auxilio de la Gracia. Y esto no incluye la supuesta virtud del “optimismo”. Pero, con todo, puede preguntarse algún católico aggiornado:  ¿qué tendría de malo un “sano optimismo”, que deje salvas las virtudes teologales y la ortodoxia y ortopraxis de los fieles cristianos?

Pues bien: la asunción del modus vivendi “optimista", presenta abundantes riesgos: el primero y más pernicioso, que se difumine la barrera del discernimiento entre el bien y del mal. Pues un optimismo encendido nos puede llevar a  adquirir el vicio de buscar lo bueno donde no lo hay, es decir, en los actos intrínsecamente malos. Por ejemplo, hace poco escuché a un sacerdote que podemos considerar “no-modernista”, decir, ante la frustración de una madre porque su hija vivía en concubinato (no empleó este término, por supuesto), que había que mirar el lado positivo, porque esta situación podía “abrir la puerta” o ser “una preparación” para el matrimonio. Premisa que, aparte de ser refutada en la mayor parte de casos por la realidad, contiene un grave error: aunque ese concubinato acabe en matrimonio, ¿de qué sirve esto, si no existe arrepentimiento de la situación anterior, sino para encadenar sacrilegios, y empeorar la situación de estas personas de cara a su juicio particular?

Otro riesgo del empleo indiscriminado del término “optimismo”, como fundamento de la vida cristiana, es la superstición y el olvido de la necesidad de la Gracia: las cosas se resolverán por si solas, porque sí, porque hay que ser optimistas, y siempre encontraremos el lado positivo por algún lado. Una extraña mezcla con altas dosis de pelagianismo. Señores, lo que hay que buscar, mediante la oración y los Sacramentos,  es comprender y cumplir la voluntad de Dios, y la imitación de Jesucristo, que no fue “optimista” respecto de su Pasión, sino que simplemente la aceptó como voluntad del Padre.  Dios no es optimista ni pesimista, quiere nuestra salvación, y nos la concederá como don inmenso suyo si nosotros queremos, con la ayuda de su Gracia.

El tercer riesgo es que perdamos de vista en qué consiste ese “esperar lo mejor y lo más positivo de todo”, que está inserto en la definición de optimismo que hemos dado al principio. Es decir, tendemos fácilmente a reducir ese “positivismo” a los bienes terrenos, pues no a otra cosa invita esta definición de optimismo. Lo cual redunda en la huida del sufrimiento y la cruz, cosa anticristiana por excelencia.

El optimismo tampoco es el contrapeso a la pesimista antropología protestante, sino que puede llegar a ser su otro extremo: el buenismo. No somos mejores guardianes de la ortodoxia por ser optimistas. Pero sí lo somos en tanto en cuanto somos conscientes de la concupiscencia derivada del pecado original, así como de la redención de Cristo, pensada y querida por Dios para todos, pero rechazada por muchos.

Por último, el propio término “optimista”, como todo “-ismo”, suena a deformidad o huida de la realidad. La realidad, es objetiva, independientemente del juicio que de ella haga cada persona. Por eso, parecería más conveniente emplear el término “realismo”, o mejor, realidad, como actitud para afrontar nuestra vida terrena.

Por último, se puede objetar lo siguiente: ¿no ayuda, el emplear el término “optimismo”, a hacer apostolado, pues los incrédulos apenas entenderán lo que significa la esperanza?.
Craso error. En primer lugar, por la salud del alma de quien así obra creyendo hacer apostolado. La historia reciente de la Iglesia, con sus abusos de los términos “libertad religiosa”, “ecumenismo”, “derechos humanos”, etc, nos demuestra a las claras que se comienza por introducir las palabras para acabar asumiendo los conceptos. Y en segundo lugar, por la salud del alma de la persona catequizada. Para hacer apostolado, no hay que tratar de “bautizar” lo puramente mundano, sino enseñar, de forma asequible pero completa, el misterio de Cristo y su redención, los cuales son ininteligibles sin las virtudes teologales, entre las cuales está la Esperanza, y no el optimismo. 

No hay que decir al incrédulo: “soy cristiano y por eso lo veo todo de color rosa”. A quien realmente busque la verdad, esta aseveración le repugnará. Al incrédulo hay que decirle algo similar a: “yo siempre estoy sereno porque confío en Dios Padre, que siempre quiere lo mejor para mi y mi auténtica felicidad”. Y si esas palabras se traducen en hechos, entonces el apostolado está hecho, y bien hecho, sin subterfugios, sin trucos de magia. Real y realista.


Conclusión: dicho lo anterior, es obvio que la fe cristiana no exige al fiel ser “optimista”, es más, ni siquiera es una actitud recomendable, por no ser en absoluto conciliable con la visión cristiana de la vida terrena.

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