miércoles, 6 de abril de 2011

HACIA UNA NUEVA CONCIENCIA: UN CAMINO REVOLUCIONARIO

Por Javier de Miguel

Hemos hablado en anteriores ocasiones de las características de los principios éticos que deben regir la “moral pública revolucionaria”, en clave de una ética de mínimos pactista y consensuada, y que no obedece a ningún criterio objetivo de bien y virtud, sino simplemente a un mínimo mantenimiento del orden social y, bajo la excusa del pluralismo de las sociedades contemporáneas, a desdibujar cualquier atisbo de inspiración de la legislación positiva en la ley natural. Esto por lo que respecta a la denominada “moral pública” o “conciencia pública”, según la cual la legislación determina cuáles son los valores sociales preeminentes en cada situación, con independencia de los criterios individuales, que son, siempre y en todo caso, opiniones que no tienen derecho a entrar en contradicción con esta moral pública.


Sin embargo, para que el engranaje revolucionario no se resienta, no sólo es necesario malear la moral pública, sino también nublar la conciencia individual para que ésta, sola o en asociación, no sea un estorbo para la plena implementación de este modelo revolucionario. Así es: tan profundo es el influjo de las ideologías revolucionarias, que han conseguido introducirse hasta lo más profundo del hombre: su conciencia, distorsionándola y tratando de crear una “conciencia nueva”, apartada de toda concepción de la misma basada en la verdad.


Las características principales de esta perversión se podrían resumir como sigue: En primer lugar, se está borrando del corazón del hombre el sentido natural del bien y del mal, que se sustituye por una ética del “no hacer daño a nadie”, lo cual inevitablemente conlleva una relativización de la moralidad de los actos, pues calificar la bondad o maldad de los mismos en función de sus consecuencias sobre los demás implica enmarcar dicha moralidad en las circunstancias concretas, de manera que un mismo acto podría ser al mismo tiempo malo o bueno en función del grado de afectación que tenga sobre el otro.


En segundo lugar, se falsea profundamente la idea de conciencia, para apelar a ella contra toda aquella ley natural que atente contra esa nueva percepción moral, autocomplaciente y relativista. Al “si no hago daño a nadie” se une el “me lo dicta mi conciencia”. Por tanto, si no hago daño a nadie y me lo dicta mi conciencia, ¿quién puede venir a decirme qué está bien y qué está mal? Cabe decir que la confusión introducida en el término “conciencia” se hace patente cuando la contrastamos con la conciencia de la que habla la doctrina de la Iglesia. Juan Pablo II dedica una parte de su encíclica “Veritatis Splendor” a tratar el tema de la conciencia. Afirma el carácter profundo y último de la misma en todo acto moral, pero deja claro que debe estar siempre enfocada a la verdad, y nunca ser utilizada partidariamente como instrumento para subjetivizar la moralidad de los actos. Asimismo, y esto es importantísimo, enfatiza el carácter culpable de la conciencia errónea que padece una ignorancia “vencible” (en la línea tradicional de la doctrina eclesiástica sobre el pecado y la salvación), es decir, que no busca sinceramente la verdad y el bien.


Por tanto, en base a lo anterior, la fundamentación moral de los actos ya no se basa en una búsqueda del bien objetivo, sino del bien “relativo” o “global”. Se trata de una moral probabilística, donde el acto se juzga moral o inmoral en función de las consecuencias que conlleva. Dichas consecuencias pueden ser en parte buenas y en parte malas, pero el balance de ambas determinará la moralidad o inmoralidad del acto. A quien este razonamiento le parezca rebuscado o absurdo, que lo aplique, por ejemplo, a quienes justifican el aborto: pocos niegan que el nonato sea un ser humano, pero el aborto se justifica en base a esta suerte de “prioridad moral” que otorga a la madre un derecho “superior” a suprimir la vida del hijo, respecto del derecho “inferior” del feto al que, en su condición “limitada” en cuanto a autonomía personal, se le rebaja su dignidad a fin de no causar “males mayores” a la madre o a la sociedad. Esto nos lleva a postulados tan absurdos como que un mismo aborto practicado sobre un mismo niño tenga la calificación de delito o no en función de si ha existido el consentimiento de la madre.


Para definir desde otro enfoque esta misma situación, podemos recurrir también al concepto “ética de la excepción”, que consiste en plantear postulados morales generales a escala teórica, pero que no son absolutos, sino que son meras orientaciones sujetas a cada situación particular. Bajo este concepto, existen multitud de actos que se quedan sin calificación moral, ya que, aunque puedan ser moralmente deleznables en función de ciertas circunstancias, si estas circunstancias no se dan, es entonces la subjetividad del individuo la que las califica. Así, muchos actos se enmarcarían en el limbo de la amoralidad, o simplemente se calificarían como buenas por un simple balance entre sus efectos positivos y negativos. Pero nuevamente estaríamos valorando la moralidad de los actos humanos por sus consecuencias, y no por los actos mismos.



Consecuentemente, sólo podríamos valorar la moralidad de nuestros actos a posteriori, en función de sus repercusiones, y por tanto, no tendríamos elementos de juicio para tomar decisiones morales. Todo sería una cuestión de “moralidad del riesgo” o “moralidad de la probabilidad”, donde el concepto de culpa moral no vendría dada por el acto en sí, sino por el cálculo de sus consecuencias. “Ética de la excepción”, “moral probabilística”, “graduación moral”… son todos ellos sucedáneos o expresiones que tienen que ver con un mismo concepto, que es la estrella de la moralidad revolucionaria: el utilitarismo moral, concepto de paternidad liberal e ilustrada, que ha impregnado la mayor parte de las capas sociales, incluso las católicas, y que ha sido acogido de buen gusto por la “progresía revolucionaria” en la medida en que liberalismo y socialismo han ido convergiendo cada vez más en términos filosóficos. Evidentemente, la única manera de salir de este círculo vicioso que nos impide calificar objetivamente el mal y el bien, es contemplar la tesis de que la verdadera moral trasciende al hombre: de que la bondad o maldad de los actos es intrínseca, y que éste se debe a una autoridad superior que es quien dicta el bien y el mal, y en virtud de la cual debe orientarse la conciencia.



Esta es la verdadera conciencia de la que habla Juan Pablo II, y que la revolución pretende trastocar y adulterar, en uno de tantos ejercicios de cambio-de-concepto sin cambio-de-terminología (a esto dedicamos también un artículo anteriormente) que tanto agradan, por sus brillantes resultados, a las ideologías revolucionarias. Quien piense que la superación de la conciencia llamada “tradicional” y su transformación en una conciencia “creativa” (de nuevo adopto la terminología de la Veritatis Splendor) le libera y le hace más autónomo y más feliz, no sólo no toma ese camino, sino que en realidad toma el opuesto, convirtiéndose en un esclavo, en primer lugar de si mismo, y en segundo lugar, de quienes le han sugerido esa ideología. Superación: ésa es la palabra clave que embauca y embelesa las mentes revolucionarias, y su principal instrumento de propaganda masiva. Pero existe un problema: el bien nunca puede ser superado, pues está escrito que la luz prevalecerá sobre las tinieblas. Quien haya perseverado en el bien será quien encuentre la luz en su vida: todo lo que no sea luz, es tiniebla, y todo lo que no sea verdad, es mentira. Dejémonos, pues, guiar por la luz, que es la que nos conduce a la verdad, y ésta, a la auténtica libertad y felicidad a la que el ser humando está destinado, y que es lo único que le realiza plenamente.