miércoles, 29 de diciembre de 2010

PINCELADAS REVOLUCIONARIAS EN LA RED

Apreciados lectores,
La siguiente noticia puede ser un paradigma de la desvergüenza con que los poderes públicos se jactan de su ideología revolucionaria en el campo de la educación: la desvergüenza de quien se sabe con la sartén por el mango, de quien tiene el partido ganado por goleada antes de comenzar, precisamente por haber comprado al árbitro, a la Federación y hasta a los recogepelotas, sin que nadie tenga voz (ni voto) suficiente para cambiar las reglas del juego.
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La Abogacía del Estado reconoce que Educación para la Ciudadanía impone una moral estatal

Fuente:http://www.infocatolica.com/?t=noticia&cod=8106

Leonor Tamayo ha declarado sobre las alegaciones del Abogado del Estado que “nos sorprende que equipare Educación para la Ciudadanía a disciplinas académicas que transmiten conocimientos; Educación para la Ciudadanía enseña a los alumnos, desde los 10 a los 17 años, que no hay bien ni mal, que todo es relativo en el terreno ético y que cada uno tiene su propia moral. Otras asignaturas muestran conocimientos de manera objetiva pero no pretenden que los menores cambien sus valores o se adhieran existencialmente a ellos”.
Entre los argumentos esgrimidos por el Abogado del Estado en sus alegaciones ante el Tribunal, se encuentran los siguientes:
 “La concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo”.
 “Hoy la objeción recae sobre Educación para la Ciudadanía. Mañana podría objetarse la asignatura Ciencias de la Naturaleza, porque se explica en ella la teoría de la evolución, incompatible con la letra del relato bíblico de la Creación”.
 “El principio pluralista de un Estado democrático exige ciudadanos capaces de juicios morales autónomos”.
 De la Constitución no se desprende que “la educación o las virtudes cívicas deba considerarse monopolio de los padres”.
Tamayo ha anunciado que Profesionales por la Ética va a traducir las alegaciones del Abogado del Estado al francés y al inglés para exponerlos en foros internacionales como ejemplo del carácter adoctrinador de Educación para la Ciudadanía. “Las afirmaciones del Abogado del Estado” asegura, “respaldan, por ejemplo, la demanda de 321 españoles a los que estamos asesorando en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo”.
Tanto la Declaración Universal de Derechos Humanos como el Tratado de Lisboa y la propia Constitución Española confirman que los poderes públicos garantizarán que los padres puedan educar a sus hijos según sus convicciones morales y religiosas”. Con base en esos derechos reconocidos por la Constitución y los Convenios internacionales ratificados por España, Profesionales por la Ética ha promovido la demanda de 321 objetores a Educación para la Ciudadanía ante el Tribunal de Estrasburgo y ha denunciado el carácter adoctrinador de estas asignaturas en diversas reuniones de la Organización para la Cooperación y la Seguridad en Europa y en el Parlamento Europeo.

lunes, 27 de diciembre de 2010

ETSI DEUS NON DARETUR: REVOLUCIÓN Y AUTORIDAD POLÍTICA

Por Javier de Miguel

El lento pero dramático tránsito hacia las doctrinas revolucionarias del liberalismo ha tenido diversas fases, que han ido mutando la teoría acerca del origen de las leyes y de la autoridad política.

La palabra autoridad (del latín auctoritas), proviene a su vez del vocablo auctor (autor), lo cual aclara mucho el concepto que representa. Indica que hay una relación directa entre la autoridad que se ostenta sobre algo y la autoría de ese algo: la legitimidad sobre las cosas se adquiere, por tanto, en base a su autoría.

Este concepto tiene una fuerte implicación a la hora de desarrollar el concepto de autoridad política. Desde una perspectiva confesional, puesto que Dios es todopoderoso y autor de todas las cosas, la autoridad última sobre las mismas recae sobre Él a través de Su Ley, y los gobernantes son únicamente delegados divinos que poseen la obligación moral de dirigir las naciones conforme a la ley de Dios. Este era el fundamento de la autoridad en las monarquías pre-revolucionarias que, a pesar de sus flaquezas en otros ámbitos, entendían a la perfección el papel del hombre subordinado a Dios.

Las consecuencias de esta concepción política son múltiples: puesto que la Ley de Dios era la suprema autoridad a la que las leyes humanas debían someterse, el conocimiento de Dios, la teología, se convertía en ciencia soporte de todas las demás ciencias, incluida la ciencia política. Y es por ello que, como bien expresaba Donoso Cortés en su obra “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”, la teología, por lo mismo que es ciencia de Dios, es el océano que abarca y contiene todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas. Y como la Iglesia es la autorizada por Dios para difundir e interpretar Su Ley, entonces la Iglesia se convierte en un órgano consultivo, que no ejecutivo, imprescindible y, lo que es más importante, vinculante. No ostenta poder, solamente autoridad, una autoridad que a su vez no le viene de sí misma, sino de Dios.

La historia nos enseña dos de los muchos bellos ejemplos de armonía entre teología y política: el primero es la reflexión sobre la existencia de obligación moral de evangelizar a los indígenas. Los Reyes Católicos recurrieron a un comité de teólogos para dirimir de qué modo debía llevarse a cabo dicha evangelización, y se preocuparon de estar al corriente de dicho proceso, y de censurar los posibles abusos que se pudieran cometer, pues una de las conclusiones del comité teológico era que no se podía forzar a los indígenas a abrazar la fe, sino que ésta debía ser propuesta y acogida libremente. Todo un paradigma de verdadera modernidad en pleno siglo XVI.

Casi al mismo tiempo, Santo Tomás Moro imparte, en su propia carne, un testimonio magistral sobre los límites de la política positiva, a partir del momento en que de las cortes de Enrique VIII comienza a emanar un hedor de liberalismo embrionario, que se manifestó al legislar favorablemente a su divorcio de Catalina de Aragón, contradiciendo así la ley sagrada. El santo refleja el perfecto equilibrio entre sumisión al poder temporal y referencia a la autoridad última, declarando su lealtad a las cortes siempre y cuando éstas no contradigan a su autoridad última. Santo Tomás Moro no fue, pues, un revolucionario, sino que revolucionaria fue la monarquía del sifilítico rey inglés, al querer convertir en religión su particular visión sobre la moral matrimonial, y obligar a sus súbditos a adherirse a ella.

Hasta el siglo XVIII pocos discutían el origen de la autoridad política y sus repercusiones en el gobierno. Pero fue éste precisamente uno de los aspectos sobre los que más munición descargó la Ilustración: estableció el dogma de la soberanía popular y, sirviéndose de los postulados del racionalismo, determinó que poco o nada se podía saber acerca de Dios (ni tan siquiera su sola existencia), y mucho menos bajo qué principios quería que se gobernasen las naciones. Esta postura, más que el ateísmo puro y duro, fue la que alcanzó una mayor consistencia, debido en parte a la influencia sincretista masónica de la época, que no negaba la existencia de Dios, pero sí su carácter personal y su influjo sobre el mundo, propinando así un certero golpe a la tradición de la teología política.

Esta ideología fue el germen del anticlericalismo de los siglos XIX y primera mitad del XX: la marginación de Dios y la Iglesia, negándoles cualquier autoridad moral sobre el gobierno de la res publica. Hoy, esta misma ideología se ha desarrollado en una forma ligeramente distinta, aunque con resultados similares. El agnosticismo teórico ha dejado lugar al práctico, y ya no cabe preguntarse si Dios existe, porque el propio debate sobre Dios está fuera de la sociedad. Sólo se admite, por evidencia, que existen gentes creyentes y gentes no creyentes, y que, dentro de las primeras, existen creyentes en multitud de religiones, pseudo-religiones, sectas o grupos de espiritualidad al estilo New Age. Las constituciones revolucionarias igualan todas las opciones religiosas, reconocen su pluralidad, y su pertenencia a la legalidad siempre y cuando no atenten contra sus principios, lo cual supone exactamente lo contrario que establece la teología política, es decir, el poder trascendente está supeditado al poder temporal, en vez de la inversa. No obstante, desequilibran la balanza a favor del agnosticismo cuando deciden que se debe legislar etsi Deus non daretur (como si Dios no existiese). Y aquí es donde yace la gran falacia: la neutralidad entre religión y no-religión, y entre las diversas religiones, no es decantarse por el ateísmo práctico, pues eso es tomar partido por una de las opciones. Y eso ocurre porque dicha neutralidad es un eufemismo para esconder la anti-religiosidad de las ideologías revolucionarias, entre otras cosas porque la neutralidad en esta materia es imposible. La cuestión religiosa no se puede obviar, porque hasta quien manifiesta el ateísmo más acérrimo, está debatiendo acerca de la cuestión religiosa y tomando partido en ella.

Muchas mentes privilegiadas de la primera mitad del siglo XX se desvelaron en dar una salida a-religiosa a la barbarie que había supuesto uno de los regímenes más anti-religiosos de la historia de la humanidad, al tiempo que otra barbarie institucionalizada que no le iba a la zaga se convertía en la segunda potencia mundial. Aparece la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ejemplo magistral de liberalismo político, y vano intento de obligar etsi Deus non daretur a las naciones del mundo a cumplir con una serie de principios sobre los cuales, precisamente por prescindir de su origen divino, no tenía ninguna autoridad. Sus nefastos resultados son por todos conocidos.

De esta obsesión por construir la moral por parte de la autoridad política nacen, al menos, dos consecuencias desastrosas: la primera, la difuminación de la autoridad, que se convierte simplemente en poder, y no actúa por si misma, sino en la medida en que coacciona; y la segunda, que existe la elevada posibilidad de que se legisle de forma contraria a la moral, y se fuerce a cumplir estas leyes en base al poder coactivo del Estado. De esa manera, mientras que se ofrece al pueblo una teórica libertad desligando la autoridad de la moral, y ofreciéndole la supuesta posibilidad de gobernarse a si mismo, lo que se está haciendo es fortalecer la impunidad del Estado para gobernar de manera arbitraria.

O se acepta la autoridad divina, o se tendrá que aceptar la autoridad del Estado-leviatán. Y es absurdo decir que existe esa tercera vía llamada soberanía popular: la democracia liberal es un fracaso y una mentira porque la soberanía popular no existe ni puede existir, ya que el pueblo no tiene los mecanismos últimos de poder, ni capacidad para controlarlos, sino que siempre está subordinado en la escala jerárquica. La soberanía popular únicamente es una maniobra liberal para adular a las masas dándoles lo que no pueden tener, para así comprar sus voluntades y sus silencios. Es el Estado con sus mecanismos autoritarios quien sí tiene realmente la soberanía, pues ostenta potestad sobre los súbditos, aunque sean éstos quienes les hayan elegido.

El gobierno de una nación es, per se, absoluto, lo queramos ver o no. Y, por el propio bien del pueblo, vale más que nos pongamos en manos de una autoridad trascendente, última, supra-terrenal, que en manos de las ideologías revolucionarias. Es decir, mucho mejor que actuemos bien quod Deus esse: ya que Dios existe. Y suerte que existe.

sábado, 18 de diciembre de 2010

LA PERVERSIÓN DEL LENGUAJE

Por Javier de Miguel

Una de las características de las ideologías revolucionarias, que las hace especialmente subrepticias y peligrosas, es la sutileza con la que se actúa en el inconsciente individual y social a través del uso del lenguaje.

En este sentido, se pueden distinguir perversiones en dos sentidos: el morfológico y el semántico. Por un lado, la perversión morfológica pretende transmitir un mismo concepto empleando palabras distintas, bien para desprestigiar, o bien para ensalzar el concepto cuya morfología lingüística se desea modificar. En otras palabras, dar al vicio apariencia de virtud, o a la virtud apariencia de vicio, en base a ciertos condicionamientos subconscientes que los mass media revolucionarios se han encargado de crear.

Por otro lado, la perversión semántica, mucho más subliminal y dificultosa en su diagnóstico, consiste en otorgar a una misma palabra otro significado diferente del que tradicionalmente ostentaba. Esta técnica es un mecanismo de ataque y defensa al mismo tiempo, pues hace especialmente compleja la contra-argumentación, de suerte que dos personas pueden estar empleando una misma palabra, queriendo decir aparentemente lo mismo, incluso creyendo que están de acuerdo, mientras que sus mentes están asociando a ese término ideas distintas, y en muchos casos opuestas entre sí.

Así, la diferencia entre la perversión morfológica y la semántica es que, en el caso de la primera, la palabra que representa el concepto que se quiere destruir o marginar, se margina también del vocabulario cotidiano, mientras que en la segunda, la palabra permanece en el vocabulario, solo que con un significado totalmente distinto. No obstante, en el fondo, la perversión semántica conlleva per se una sub-perversión morfológica, ya que, si atenemos al significado tradicional de las palabras, un vocablo que exprese un concepto diferente al que venía expresando tradicionalmente, debería modificar su morfología. Pero esto se da solamente en la teoría, porque en la praxis, el interés de esta perversión subsiste precisamente en no alterar el lenguaje, solamente alterar su significado: crear una torre de babel a la inversa, donde la apariencia sea precisamente el entendimiento.

Estas dos técnicas de manipulación se llevan a cabo en un doble sentido: por un lado, pretenden devaluar o aparcar del lenguaje conceptos que, tradicionalmente, se consideraba que portaban un cierto “prestigio moral”, bien igualándolos con otros de inferior categoría, o bien asociándolos con alguna idea despectiva; y por otro, ensalzar conceptos que tiempo atrás hubieran despertado escándalo, asociándolos con ideas que, no es que sean buenas, sino que aparentan serlo, y que esconden, en algunos casos, una elevada dosis de ambigüedad, y en otros, directamente un ataque directo contra ciertos conceptos e instituciones. Es lo que coloquialmente se denomina buenismo: un cúmulo conscientemente estructurado de prejuicios y asociaciones abstractos, insostenible desde la lógica más elemental, pero lo suficientemente espeso y confuso para obnubilar los intelectos y difuminar el sentido común.

A continuación presentamos una escueta lista de las perversiones lingüísticas más habituales que se han puesto en circulación en las sociedades modernas, que incluyen distorsiones de los dos tipos expuestos, pero en el caso de las semánticas, y a modo de clarificación, se ha hecho el ejercicio de reflejar el aspecto morfológico que cada perversión conlleva:


Uno de los términos que mejor puede ejemplificar de la perversión semántica es la palabra libertad: de este vocablo, lo único que casi todo el mundo tiene en común en que es la libertad es “buena”. Pero, lógicamente, el adjetivo determina al sustantivo al que acompaña, y por tanto, la veracidad de dicho adjetivo depende del significado del sustantivo que le precede. Por tanto, si por libertad entiendo la capacidad para hacer el bien, entonces el adjetivo “bueno” tiene justificación. Si por el contrario, por libertad entendemos el egoísmo, la ilimitación en la acción individual, o la lucha por suprimir los condicionamientos biológicos o psicológicos del hombre, entonces este mismo adjetivo no hace justicia a su sustantivo.

Es por esto que merece sumamente la pena pararse a analizar con mucho rigor, en los discursos emitidos en el ámbito político y cultural, la divergencia existente entre el conjunto de palabras que se emiten, y el mensaje que se desea transmitir, es decir, debemos desligar morfología de semántica, como primer paso para detectar las falacias lingüísticas que con demasiada frecuencia llevan a validar socialmente aberraciones conceptuales que solamente por su buena apariencia, y no por su contenido, son aceptadas y glorificadas socialmente. De ahí que podamos afirmar también que la revolución es a la vez macro-revolución y micro-revolución, pues su estrategia bien podría equipararse a la máxima empresarial think global, act local. Los objetivos, globales, las actuaciones, al máximo detalle que se puedan imaginar: en cada colegio, en cada casa, en cada televisión. Cualquier alerta nunca será demasiado exagerada.



viernes, 10 de diciembre de 2010

PINCELADAS REVOLUCIONARIAS EN LA RED

Apreciados lectores:

Existen gentes ingenuas a las que les parece que todo este asunto de la manipulación de masas es poco menos que una película de ciencia-ficción, que la sociedad evoluciona espontáneamente, y que no existen movimientos organizados dedicados exclusivamente a la creación de un nuevo orden social y un pensamiento único. Y mucho menos que estos agentes se dediquen a cosas tan aparentemente superfluas como cambiar los cuentos que se leen a los niños.

En el anterior artículo publicado, titulado "El orden natural: una concepción revolucionaria", hacíamos mención precisamente a la creación del "tercer sexo" como culmen de la revolución de género, con claras analogías con la mecánica marxista.

Pues la noticia que viene a continuación (fuente: http://www.infocatolica.com/?t=noticia&cod=7968) es un claro ejemplo de por dónde se están moviendo estas ideologías en España. Ya me dirán que pintan los sindicatos en todo esto, pues ¿acaso no cobran por defender los derechos de los trabajadores? pues resulta que en plena crisis, no sólo trabajan para eso, sino que parecen tener especial interés en colaborar con las ideologías revolucionarias de género.

Saludos cordiales.
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Los sindicalistas y el lobby gay quieren revolucionar la educación sexual en España

Eliminar los uniformes en los colegios, implantar vestuarios mixtos, no enseñar los catálogos de juguetes a los niños o reinventar los cuentos tradicionales fueron algunas de las propuestas de «intervención educativa» aprobadas en las jornadas universitarias «Educar en la diversidad afectivo-sexual», organizadas por CC.OO., la FELGTB y la Universidad Complutense de Madrid.

(La Gaceta/InfoCatólica) Bajo el título Cómo educar en la diversidad afectivo-sexual en los centros educativos, 40 profesores de toda España escucharon las propuestas de intervención educativa de Comisiones Obreras (CC.OO.) que pretenden “acabar con la discriminación del colectivo homosexual, transexual y bisexual en las aulas”.

Junto con el sindicato CC.OO intervino en la organización la Federación Estatal de Gays, Lesbianas, Transexuales y Bisexuales (FELGT), y las jornadas tuvieron lugar en la Universidad Complutense. Gracias al patrocinio del Ministerio de Sanidad, los profesores acudieron con los gastos pagados, transporte, alojamiento y dietas incluidas, durante los dos días.

Uno de los profesores que asistió ha explicado a La Gaceta algunas de las recomendaciones presentadas para “prevenir los conflictos derivados de situaciones de discriminación y exclusión social en los colegios por razón de orientación sexual y/o identidad de género”.

Ignorar a los objetores de EpC

La primera ponencia fue impartida por José Ignacio Pichardo Galán, doctor en Antropología Social por la Universidad Autónoma de Madrid. Galán explicaba que “no se debe presuponer la heterosexualidad de los alumnos, ni siquiera preguntar a una embarazada si va a ser niño o niña”.
Continuaba su ponencia el antropólogo aclarando que “a los objetores a Educación para la Ciudadanía no hay que hacerles caso, apenas son 3.000”. Para Galán, es imprescindible “cambiar los referentes para no discriminar a las minorías LGTB. Los referentes no pueden ser sólo masculinos y femeninos”. Pichardo llamó a “no olvidar las cifras de suicidio de adolescentes LGTB”.
A continuación tuvo lugar la “mesa trans”, impartida por docentes transexuales y coordinada por Luis Puche Cabezas (Universidad Autónoma de Madrid). En ella se insistió en que los profesores “deben ser referente para los alumnos, visibilizando su propia orientación sexual”. Apostaron también por eliminar el lenguaje sexista y por dar libertad a los niños a la hora de jugar, pero matizando que los niños debían jugar también con muñecas.

Lenguaje, juguetes, uniformes y vestuarios

Luis Puche aclaró que “la sexualidad no pertenece al ámbito de la familia, sino a la escuela y a la sociedad” y que había que actuar para evitar la discriminación. Otra de las propuestas de “intervención educativa”: “Los vestuarios deben ser mixtos para que los homosexuales no se vean obligados a elegir”.
“Deben eliminarse los uniformes para no discriminar a los alumnos LGTB; los roles sociales hombre y mujer son malísimos. Las políticas de igualdad no incluyen a los LGBT”, exponía Pablo Vargas, otro de los ponentes de la mesa. A continuación, Eva Robledo García, maestra de infancia, explicaba que “es el cuerpo el que debe aprender, no el intelecto”. También habló del carácter sexista de “los catálogos de juguetes” y propuso “un aula sin programación”. “Hay que dejar libertad”, añadió.
Ekio Macías, jefe de estudios del Instituto Juan de la Cierva, miembro de Cogam y de CC OO, explicó a los profesores que “las leyes españolas afirman que debe hablarse de sexualidad en las clases”. “Por eso debe hacerse en todas las clases y en las tutorías”, dijo.

Diversidad de familias, variedad de identidades afectivo-sexuales. Cambiar los cuentos

En el segundo día de las jornadas se expusieron propuestas más concretas de actuación. Comenzó la mañana con la intervención de Mercedes Sánchez, profesora de la Facultad de Ciencias de la Educación de la UCM: “Hay que hablar de educación afectivo-sexual desde infantil”, aseguró Sánchez, porque “el 16% de las personas tiene problemas de identidad sexual. Hay que hablar de diversidad de familias”.
La profesora propuso también reescribir los cuentos porque son “sexistas”: “La bruja siempre es mujer y el papel de la mujer es ser elegida”. Pero, sin duda, lo más importante residía en “trabajar para que en los proyectos de centro educativo se especifique “trabajar la diversidad afectivo-sexual”. “Esta afirmación es la clave para permitir hablar de diversidad afectivo-sexual en todas las asignaturas”, concluían.

Indignación y preocupación de Madrid Educa en Libertad y Profesionales por la Ética

La agrupación de padres madrileños de la plataforma Madrid Educa en Libertad ha expresado su indignación ante estas propuestas a través de su portavoz, María Menéndez, quien ha señalado que “este curso ha tenido un único objetivo, que es el de enseñar a introducir –a profesores actuales y futuros– la ideología de género en las escuelas”.

Por su parte, Jaime Urcelay, de Profesionales por la Ética, ha mostrado su preocupación al afirmar que “la llamada perspectiva de género es una verdadera ideología con pretensiones totalitarias que se está imponiendo a golpe de subvenciones públicas y apoyos desde el poder político y sus correas de transmisión”.

domingo, 5 de diciembre de 2010

EL ORDEN NATURAL: UNA CONCEPCIÓN REVOLUCIONARIA

Por Javier de Miguel.

Para abordar este tema con la suficiente eficacia, creo interesante hacer una somera introducción acerca de lo que entendemos por orden natural, para después poder entrar en materia sobre cómo la revolución trata ese orden y en qué lo pretende convertir.

Podríamos definir el orden natural como la manera en que están configuradas, o pre-determinadas, las condiciones de las personas y del entorno que las rodea. Por tanto, el primer distingo es entre orden natural individual y orden natural global. El motivo de esta separación es el carácter genuinamente original de la persona dentro de todo el orden creado, y sus singulares rasgos, que vienen dados por tratarse del único ser que goza de dos realidades: la material, compartida con el resto de seres, y la inmaterial o espiritual, relacionada con el alma, cuya existencia es exclusiva del ser humano. Precisamente por esta doble realidad humana, cabrían otras dos clases dentro del orden natural individual, muy directamente relacionadas entre sí: el orden natural biológico y el orden natural moral.

El orden natural biológico hace referencia a las estructuras corpóreas del ser humano, sus biorritmos, su configuración neurológica, endocrina, etc. En esta línea biológica, la diferenciación más sustancial existente, y que más polémicas genera, es la sexual. Fuertes condicionantes no sólo biológicos, sino también psicológicos y más sutiles, que la propia ciencia está descubriendo recientemente, nos recuerdan la profunda diferencia natural entre ambos sexos. Por tanto, la sexualidad humana deviene un componente profundo en su orden biológico, que determina y condiciona al margen de los posibles contextos culturales en que se desarrolla.

Por su parte el orden natural moral abarca la dimensión espiritual humana, y tiene que ver con la existencia de normas morales objetivas inscritas en el hombre, y que pueden positivamente ser descubiertas a la luz de la razón. He aquí el nexo existente entre las dimensiones corporal e inmaterial de la persona: la razón. La razón integra lo corporal en lo espiritual, y evita el dualismo entre cuerpo y alma, defendido en algunos períodos de la historia de la filosofía. De hecho, la propia razón tiene manifestaciones físicas (ciertas partes del cerebro que se activan o desactivan en función de la actividad intelectiva que realizamos, etc), pero que tienen su origen, como ya adelantaba Santo Tomás de Aquino, en el alma, es decir, en la realidad inmaterial.

Para la revolución, sin embargo, el enfoque es radicalmente diferente: en cuanto al orden natural biológico, lo considera mero azar, y en cuanto al orden natural moral, sencillamente lo niega, y aunque admite la existencia del intelecto, le otorga un carácter puramente material. Entiende la razón humana desde una perspectiva únicamente empírica, biológica, positivista, en lo que es una herencia recibida del racionalismo. Por tanto, desecha conscientemente la parte fundamental del análisis, pues solamente profundiza en sus manifestaciones físicas, y no en sus mociones fundamentales. Este reduccionismo pretende explicar la dimensión humana en su vertiente científica, desproveyéndola de una explicación trascendente, y atribuyendo su enorme complejidad a un inverosímil proyecto evolutivo azaroso.

A mayor abundamiento, y al considerar los condicionamientos biológicos mero azar, y los condicionamientos morales sencillamente una entelequia, la revolución se cree en posición de alterarlos arbitrariamente, sin importar los medios empleados para ello, construyendo así la identidad biológica a lo largo de la vida. “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, sería un lema muy descriptivo de este tipo de ideologías, bautizadas por los estudiosos como bioideologías, y cuya característica principal es la negación de los condicionantes biológicos, y la defensa de una perspectiva constructivista de la realidad humana, así como, y esto es muy importante, la construcción de ideologías en base a las diferencias biológicas (que, por cierto, tiene su origen en el nacionalsocialismo alemán). Por ejemplo, este sería el leit motiv del feminismo radical, es decir, la aplicación de la mecánica marxista a la diferencia entre sexos, denunciando una supuesta posición inferior de la mujer (la antigua clase proletaria) debido a su condicionante biológico, que es su propia femineidad, para, a través de la lucha de sexos (antes lucha de clases), canalizada por la denominada “discriminación positiva” hacia la mujer (antaño dictadura del proletariado), consolidar a hombres y mujeres en un ideal “tercer sexo” (el antiguo ideal de comunismo).

Por lo que respecta al orden natural moral, como ya hemos adelantado, las ideologías revolucionarias consideran que la moralidad es una construcción humana fruto de siglos de oscurantismo y prejuicios, pura superstición, y desde luego, totalmente irracional. De hecho, negando la naturaleza humana, es normal que estas ideologías consideren el orden moral como un artificio, pues todo para ellas es un artificio, y cualquier construcción que se haga sobre ellas es modificable.

La gran damnificada de todo este supuesto montaje llamado “moral”, es la libertad. Como no se cree en el libre albedrío, en la libertad moral, la única libertad que se admite es la libertad de actuación, es decir, la ausencia de coacción para llevar a cabo lo que se considere oportuno. Esta libertad traspasa incluso los límites de lo moral para insertarse en lo biológico: las barreras corpóreas no deseadas deben ser, a la larga, y con ayuda de la ciencia y la técnica, eliminadas, de manera que la historia humana se convierte así en la historia de su propia autodeterminación biológica y moral.

Una vez vistos los fundamentos del orden natural individual, cabe desplazarnos a la dimensión social, donde también existe un orden natural, que comienza por definir el propio carácter social del ser humano. Las personas podríamos reproducirnos por generación espontánea, pero sin embargo nacemos (normalmente) en el seno de una familia, y para nuestra concepción ha sido necesaria la intervención de dos personas biológicamente “determinadas”. Es el primer núcleo social del hombre. Pero hay mucho más: el desarrollo del ser humano en sus diferentes etapas posteriores al nacimiento conllevan siempre un factor social imprescindible en tanto que cohabitantes del mundo. Aparecen las relaciones jerárquicas en la escuela, el trabajo, las amistades, los sindicatos y partidos políticos, las asociaciones, etc. Estos entes son los que se denominan organismos intermedios, muchos de los cuales surgen de manera espontánea, y vertebran la transición entre el individuo y su entorno más global, y lo integran y defienden, en tanto que le representan ante la instancia terrena superior, en este caso, la autoridad social. Es la forma en que el orden natural social vertebra las relaciones entre aquellos que son individualmente más numerosos (las bases) y los que lo son menos (la autoridad social). Esta organización social, que surge espontáneamente como resultado de la naturaleza social del hombre, ha sido definida por la Doctrina Social de la Iglesia como concepción orgánica de la vida social.

La actuación de las ideologías revolucionarias consiste en destruir toda esta estructura orgánica, para dejar al individuo inerme ante la autoridad social. Esta situación envilece al individuo, pues le priva de una característica propia de su naturaleza, y enaltece nefastamente a la autoridad, que ya no lo es por convicción de sus ciudadanos, sino a través de la coacción, convirtiendo así la relación individuo-Estado en una relación de vasallaje. De esta manera, por muy democráticos que presuman de ser los sistemas políticos, la legitimidad de los gobernantes no existe, o es muy dudosa, en tanto que no gozan de apoyo social, sino del apoyo de miles o millones de individuos que votan a título individual. De esa manera, se la revolución pretende sustituir el concepto “sociedad” por el concepto “suma de individuos”, que carece de estructura y, por supuesto, de capacidad de control de quienes ejercen el poder.

El primer organismo intermedio, el más cercano a la persona, y uno de los que más influye en ella, es la familia. En la familia se gesta la personalidad, el carácter y la formación de las personas, por eso es sumamente interesante para la revolución debilitar la familia, bien mediante su directa destrucción (fomento del aborto, el divorcio), bien mediante la devaluación de su significado y su equiparación moral con otras formas de convivencia.

Y el plan de desestructuración, que tiene varias fases, comienza desde mucho antes de que las familias se conviertan en tales. De entrada, se trabaja por consolidar, en base a esa supuesta libertad sin compromisos, mentalidades egoístas y hedonistas que incapacitan para llevar a término relaciones de pareja duraderas y sólidas. Posteriormente, y una vez constituida la pareja, y si es que dura, se fomenta una mentalidad anti-natalista, un ritmo de vida agobiante, y una pugna entre los cónyuges por la cuestión económica, de suerte que la convivencia de pareja se reduce casi a un mero pacto de no-agresión. Una vez llegan los hijos, y éstos crecen, se les educa contra sus propios progenitores, se les inculca una promiscuidad precoz para que rompan sus lazos afectivos con la familia lo antes posible, y a poder ser de forma conflictiva, para que busquen sus referencias educativas fuera de casa, en un entorno cada vez más estatalizado e impregnado de filosofías edulcoradas que embauquen a esos espíritus facilones que ellos mismo se han encargado de cultivar.

A nivel extra-familiar, se cultiva el resentimiento generalizado hacia la jerarquía, ya sea en la escuela o en el trabajo, que redunda en enfrentamientos internos dentro de las organizaciones de las que se forma parte. El egoísmo e individualismo en que han sido educado esos hijos, ahora adultos, les hace incapaces para consolidar relaciones sociales fiables, desconfían del compromiso y buscan solamente la propia satisfacción personal. De esa manera, se les ha conseguido aislar socialmente, y la convivencia se reduce, como ya adelantara un revolucionario de primer orden, Jean Jacques Rousseau, a un contrato social sin ningún rastro de estructura orgánica. La sociedad se deshilacha, pierde cohesión, se atomiza, y el poder puede actuar coactivamente sin ningún tipo de cortapisa. Es más, el individuo acaba creyendo que esta falsa libertad le ha engrandecido, que se ha liberado, que se ha progresado, de manera que aún agradece y aplaude los “servicios” prestados, realimentado este círculo vicioso.

Puede parecer ciencia-ficción, pero cuanto más pensemos así, menos sensible tendremos el olfato para detectar este sistema de manipulación social, que está funcionando a escala mundial. Bajo esa apariencia aséptica y buenista, se esconde un intento indisimulado de subvertir todo aquello que en la naturaleza humana resulta molesto para el ejercicio del poder absoluto y la manipulación global, que es el fin a que se destinan estas ideologías. De ahí al importancia de educar a las generaciones venideras en la verdad sobre el hombre y el mundo, verdad que sólo puede impartirse en su integridad desde una perspectiva confesional, que es la que culmina la razón de ser última del hombre, pues difícilmente se puede defender la idea de un orden natural creado sin la existencia de un creador, y por ello le mantiene en su realidad de criatura y no de creador, de servidor y no de dueño, en definitiva, la que puede orientar al hombre y a la sociedad hacia el bien, que sí es el fin último del hombre.

martes, 14 de septiembre de 2010

COSAS QUE YA NADIE DICE

Apreciados lectores,
A continuación un compendio, brevísimo, pero igual de intenso, una clase magistral, de esas que ya no se dan ni en las Facultades que se dicen católicas, sobre doctrina política. Retrata a la perfección los males de las epidemias liberales y socialistas (revolucionarias en general), y no se salta ni una coma de cómo debe ejercer un gobernante, así como su papel en el Estado, basándose en la antropolgía profunda y verdadera del hombre.

Don José Antonio era un católico convencido, pero convencido de verdad, es decir, convencido. Era un experto en Doctrina Social de la Iglesia (en el discurso que sigue muestra nítidamente sus principios), y tenía un profundo sentimiento patriótico que sabía canalizar en su más íntegra amplitud. No negaba (como hacen muchos) la inspiración cristiana de su ideario (que no ideología), es más, la reconocía como un valor superior (cosa que hoy no hace nadie) para ordenar y dirigir una nación.


El discurso tiene 77 años, pero lo que en él se dice tiene una vigencia absoluta (excepto las menciones al comunismo, ya devorado por sí mismo), pero pese a ello nadie dice hoy las cosas que D. José Antonio decía. ¿Por qué será?
Hoy ya no existen patriotas, ni apenas católicos convencidos, ni gente que plante cara a este sistema democrático insultante a la inteligencia y a la dignidad humana. Toda la oposición al sistema son paños calientes, males menores y buenas intenciones, pero nadie reconoce que la democracia liberal es un fiasco, una ruina y un descrédito. Y si tiene ingredientes neo-marxistas, como en el caso de Europa Occidental, peor aún.
Lo siento, no soy demócrata ¿se nota?; él tampoco lo era. ¿Y qué?
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DON JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
DISCURSO DE LA FUNDACION DE FALANGE ESPAÑOLA
Pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933

Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El Contrato Social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio — conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior — , venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.
De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema, tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.
Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si ovierá buen señor!
Eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.
El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.
Y con eso ya tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.
Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.
Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta — como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión — funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia.
Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho — al hablar de "todo menos la violencia" — que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.
Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos proponemos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.
Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo; triunfo que — ¿para qué os lo voy a decir? — no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas.

domingo, 5 de septiembre de 2010

TRAS EL RASTRO DE LA REVOLUCIÓN

Por Javier de Miguel

Ante el abrumador florecimiento, especialmente acontecido durante los últimos dos siglos, de ideologías de índole revolucionaria, y su profunda asimilación por parte de las sociedades occidentales modernas, adquiere gran importancia educar al intelecto para detectarlas y desenmascararlas, para lo cual parece oportuno fijar una serie de parámetros básicos.

Hemos dicho en multitud de ocasiones que, a pesar de lo variopinto de las ideologías que pueden denominarse revolucionarias, hay una serie de factores ceteris paribus, y que son, estableciendo el símil biológico, el núcleo del genoma revolucionario. Al igual que un hombre puede ser alto, bajo, rubio o moreno, por encima de todo es hombre porque así lo determina su ADN. Lo mismo ocurre pues con las ideologías revolucionarias, y nuestro objetivo será exponer brevemente qué elementos componen ese núcleo básico.

La verdad es que, en muchas ocasiones, dicho núcleo ve retratado más o menos fácilmente en la práctica, pero más de forma intuitiva que analítica, de manara que resulta interesante saber en base a qué argumentos de índole más teórica o filosófica podemos llegar a dichas conclusiones. En definitiva, se trata de ordenar la mente para trazar los rasgos básicos del esqueleto de dichas ideologías.

La definición que analizaremos, lo suficientemente breve para no desorientar, pero lo suficientemente extensa como para condensar todo lo que de esencial tienen estas ideologías. Así, podríamos identificar una ideología revolucionaria como:

Ideología subversiva con motivaciones materialistas, desplegada de manera subliminal y no-violenta, básicamente a través de los resortes culturales y de opinión, especialmente centrada en la confusión creada por una perversión del lenguaje.

De esta definición, se pueden desprender cuatro grandes rasgos, que a su vez se pueden desdoblar en dos categorías: dos primarios, de carácter más teórico, y otros dos secundarios, que tienden a definir el modus operandi de esos dos principios teóricos.

En primer lugar cabe decir que, mientras que todas las ideologías revolucionarias son subversivas, no quiere decir que todas las ideas subversivas sean revolucionarias, al menos al modo en que aquí tratamos el término “revolución”. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define “subvertir” como "trastornar, revolver, destruir, especialmente en lo moral". Por tanto, por subversión podemos entender la modificación, por lo general, brusca, (en los fines, que no siempre en los modos), del orden moral establecido.

No obstante, si el orden moral establecido es objetivamente injusto, entonces una subversión puede estar legitimada, siempre y cuando se empleen para ello los medios más proporcionados posibles. Pero, en cualquier caso, insisto, una situación límite de degeneración social y corrupción moral puede legítimamente ser abortada por medios que, literalmente, se consideran subversivos, pero que no son revolucionarios.

Así pues, ¿qué es lo que de subversivo tiene la revolución que la hace ilegítima? Evidentemente, su trasfondo. Y con ello llegamos a definir el segundo rasgo de las ideologías revolucionarias: una motivación filosófica de carácter materialista.

En filosofía, una doctrina se define como materialista cuando reduce su ámbito de acción a lo meramente material, negando la metafísica, y con ella, toda una serie de conceptos como la moral objetiva, la ley natural, y sobre todo niega el origen inmaterial de aspectos tan poco “materiales” como la libertad o los sentimientos, atribuyéndolos a secuencias definibles en términos materiales. Por descontado, niega el carácter inmaterial del alma, y por más descontado todavía, toda referencia a la trascendencia.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos aporta un matiz nuevo a esta definición:

“el materialismo práctico, que limita sus necesidades y sus ambiciones al espacio y al tiempo”.

Por tanto, una filosofía de índole materialista se identifica y adquiere su sentido en la gestión de las cosas en clave exclusivamente terrena, especialmente cuando éstas tienen que ver con los recursos materiales, como el dinero, el poder o la libertad en sentido material, de la que aquí hemos hablado en artículos precedentes.

El marxismo, padre de las ideologías revolucionarias de hoy, atacaba una estructura social que consideraba, siempre en términos materiales, de opresión- sumisión, en sus orígenes una opresión de cariz económico, pero que con el tiempo se ha ido extrapolando a otras relaciones sociales que paralelamente se consideraban de opresión-sumisión, como es el caso de la lucha de sexos y la lucha de generaciones, de suerte que el destino humano estaba en manos de la conciencia de los oprimidos para liberarse de los opresores.

Pero resulta extremadamente curioso que el marxismo y neo-marxismo proponen como solución, no una organización que, al menos desde su punto de vista, pudiese ser considerada más equilibrada, sino otra relación de dominación, pero a la inversa, de manera que el dominado se convierta en el dominador. Lo encontramos en el concepto marxista de “dictadura del proletariado”, y en las doctrinas neo-marxistas, en las ideologías “misándricas” que postula la lucha de sexos, y en las posturas antifamiliares, por lo que a la lucha de generaciones se refiere.

Todas estas luchas se plantean en clave de libertad, pero de una libertad material, entendida como la ausencia de condicionantes materiales, a saber, dinero, dependencia sentimental o económica, etc, que sería el objetivo último del ser humano, y que justificaría así la destrucción de dichas relaciones consideradas como opresivas para una de las dos partes, llámense matrimonio, familia o jerarquía. El hombre así solamente se realizaría a sí mismo rompiendo sus lazos y vínculos en la medida en que no le permiten ser “libre”, lo que se entiende como ejecutar a toda costa sus proyectos personales, por descabellados que éstos sean. Obviamente, este dislate niega rotundamente una verdad antropológica también rotunda, que es el carácter social de la naturaleza humana. O si no la niega, al menos considera que la felicidad se encuentra en superar esa naturaleza y construir su historia sobre una tabla rasa moldeada al gusto.

Estas serían las características que podríamos llamar primarias, en tanto que responden a la motivación teórica de las ideologías revolucionarias. Sin embargo, hay algunas otras características, más de orden práctico, pero que pueden servir para desenmascararlas en la medida en que suponen herramientas de detección

La primera de ellas, adquirida más recientemente, sería su carácter subliminal. Las revoluciones violentas han muerto, para dar paso a otras de carácter subrepticio, de infiltración en la cultura, como sus propios autores la definieron después de la Segunda Guerra Mundial. La subversión a través de las armas ha dado paso a la subversión a través de la educación, cultura, la propaganda y los resortes del propio poder. En definitiva, es un terrorismo de guante blanco que actúa paciente pero constantemente para invertir las escalas de valores, para dar, bajo un engañoso aspecto de neutralidad, la carta de ciudadanía a valores y situaciones anormales y reprobables desde el punto de vista moral (como el divorcio, el aborto, la homosexualidad, el adulterio, el concubinato o, más ampliamente, el agnosticismo o el ateísmo práctico).

La perversión del lenguaje a través de su ambigüedad sería la cuarta característica, y la segunda de las secundarias. No sólo se modifica la grafía de las palabras, sino su significado, al introducir sesgos ambiguos y relativizando los conceptos, que son circunscritos al ámbito de lo subjetivo, lo cultural y lo contingente, y que por tanto, pueden ser interpretados de manera diferente según las circunstancias. Así, palabras de textura suave como “libertad”, “legalidad”, “autonomía”, “solidaridad”, “bienestar”, “valores”, “derechos humanos” o “ética cívica” esconden malévolamente estructuras subversivas de cambio cultural, pues bajo una falsa neutralidad introducen fuertes dosis de relativismo y pensamiento superficial, cosas ambas que no son precisamente neutrales.

En definitiva, es absolutamente fundamental asimilar estas variables para poder llegar a un diagnóstico correcto de lo que es una ideología revolucionaria. Lo cual no se puede negar que requiere alguna dosis de pensamiento reflexivo y de perspectiva mental, que es una de las primeras cosas que la revolución se encarga de eliminar, aboliendo el sentido común y el pensamiento crítico. Por eso mismo, porque es el propio síntoma el que camufla la enfermedad, es necesario vacunarse de ella frecuentemente a base de lectura, estudio detenido y gimnasia filosófica. Desempolvar a Platón y Aristóteles nos enseñará, entre otras cosas, que la democracia también tiene inconvenientes, y muchos; rescatar a Santo Tomás de Aquino, o la misma lectura del libro del Génesis nos dará una lección magistral de antropología, ayudándonos a entender qué es el hombre. Todo ello nos permitirá tener claro que hay una relación exponencialmente inversa entre lo que sabemos y lo que creemos que sabemos. Y les puedo asegurar que es como pasar de la noche al día.

lunes, 9 de agosto de 2010

REVOLUCIÓN, NACIONALISMO Y PATRIOTISMO

Por Javier de Miguel

¿Qué tiene de bueno o malo la unidad de España? ¿Para qué sirve la patria? ¿no es acaso un convencionalismo que puede alterarse al antojo de las circunstancias históricas? ¿no es acaso un valor amoral? ¿el fruto de un pacto? ¿por qué el empeño de algunos en mantener a España unida? ¿por qué el de otros en separarla? ¿acaso no es indistinto para la nación adoptar una forma política u otra?.

Estas preguntas asaltan con frecuencia a muchas personas, que piensan que es suficiente con que en un país haya justicia social, paz y prosperidad, y que por tanto, la organización del Estado es indiferente a todo ello, pues no expresa nada ni contribuye en nada a la consecución de esos loables objetivos, pero que ignoran los mismos sólo se llevan a buen término bajo el paraguas de unos valores y tradiciones comunes.

España está acostumbrada históricamente a convivir unida: unida no sólo conservó su soberanía, sino que construyó el imperio más extenso de la Tierra durante varios siglos, se mantuvo fiel a su herencia cristiana pese a la tiranía islámica, fue pionera de la cultura europea en el medioevo, y en definitiva cimentó su sociedad en los valores inspirados por el Evangelio desde que se abrazara oficialmente el cristianismo allá por el año 589 (Concilio de Toledo). Estos y otros similares, son motivos más que suficientes para poder decir alto y claro que España existe como unidad, y que esa unidad debe ser respetada y apreciada, y que merece una defensa feroz e incondicional frente a los cada vez más abundantes ataques externos que sufre.

Por este motivo, podemos entender el interés de las fuerzas revolucionarias, en su afán por dinamitar toda tradición y continuidad histórica, sobre todo por lo que a tradición moral y religiosa se refiere, en debilitar el concepto de patria y ridiculizar su significado, menospreciar el papel del Ejército, ningunear a la bandera y escatimar el uso de la palabra España, sutilmente sustituida por expresiones como “este país”, “el país”, etc. Así, bajo un falaz internacionalismo de raíz marxista, y amparada en el pretexto de la globalización, lo que la revolución pretende es diluir el concepto de nación y diluir así la personalidad y tradición propias de las mismas, para dejar impunes sus procesos de ingeniería social totalitaria.

Uno de los ataques más frecuentes padecidos contra la patria y el sentimiento patriótico en España consiste en identificar calculadamente estos sentimientos de pertenencia con un nacionalismo en sentido paranoico y despectivo. Y creo que, respecto al concepto de nacionalismo, conviene hacer un distingo. Cabe separar aquel nacionalismo que defiende sana y justamente la unidad e identidad de una nación determinada, en base a unos fundamentos históricos, pero que, manteniendo sus ideales y principios, no renuncia a levantar la cabeza, mirar hacia fuera, relacionarse con el mundo de igual a igual, y aprender de otros aquello que más conviene para el desarrollo y el bien común de su sociedad, y que podríamos distinguir con la denominación, por otro lado no nueva, de “patriotismo”; y por otro lado, existe aquel nacionalismo diseñado políticamente para alimentar el revuelo de las masas, el odio hacia lo foráneo, que solamente se mira el ombligo, que prefiere “sus cosas”, aunque sean negativas, sólo porque son suyas, y que se comporta tiránicamente con aquellos que no comulgan con su retahíla de absurdas y artificiales imposiciones. Es aquel nacionalismo que, de la noche a la mañana, propugna que hay que odiar al vecino porque es diferente a mí. Huelga decir que este segundo nacionalismo, a diferencia del primero, no sólo no tiene sentido, sino que es un caldo de cultivo de derrumbamiento social y de fracaso colectivo. Y hay que aclarar que la distinción entre ambos no depende de que uno sea más “moderado” o “radical”, sino que uno, el primero, parte de una realidad histórica constatable, mientras que el segundo es un movimiento populista y anárquico, y tiene como bandera la agitación social y la instrumentalización política. Por tanto, insisto, a patriotismo y nacionalismo no les distingue su intensidad, sino su objetivo y legitimidad. Por supuesto, las ideologías revolucionarias sólo tienen inquina al patriotismo, que es que le resulta peligroso, ya que el segundo tipo de nacionalismo no le resulta amenazante, puesto que es suicida por definición, resultanso incluso un buen aliado circunstancial.

El concepto de nación también sufre ataques a nivel supranacional: el concepto “Europa” representa una de las armas más poderosas de que la revolución dispone para lograr sus objetivos. Vaya por delante que no debemos engañarnos: Europa podrá llegar a ser, en mayor o menor medida, una unidad económica, pero jamás será una unidad política, porque comprende un conglomerado tan sumamente heterogéneo de tradiciones, historias e idiosincrasias, que repele al intelecto su consideración como un todo. Y para más escándalo, no sólo se incide en lo que nos diferencia, sino que se omite aquello que Europa sí tiene en común, como es la religión cristiana (el interés por integrar a Turquía, así como la ausencia de mención alguna a la tradición cristiana de Europa, son las muestras más significativas sobre el papel). Por tanto, se pretende construir Europa creando una unidad artificial, una tabla rasa donde los ingenieros sociales de la revolución puedan sentirse a sus anchas diseñando nuevos “valores” como el laicismo o la benevolencia y el buenismo hacia el avance de la cultura islámica en el continente. Todos ellos, anti-valores destructivos para el bien común, y adalides de la revolución a nivel continental. Insisto, la perversidad de todo este movimiento es que, haciendo ver que unen, desunen, y haciendo ver que fortalecen, debilitan. Por eso llegan a pasar desapercibidos, e incluso reciben el aplauso de muchos.

Volviendo al caso de España, es innegable, y los hechos lo demuestran, que se ha claudicado miserablemente desde hace ya décadas frente a los dos enemigos de la patria: por un lado, los independentismos, encarnados en el nacionalismo del segundo tipo antes mencionado, y amparados en una supuesta pluralidad que se centra en lo local y olvida intencionadamente el acervo común que esa pluralidad tiene; y por otro lado, el socialismo y su calculada flojera patriótica, ansioso por dinamitar todo aquello que representa un freno a sus ambiciones totalitarias. Ambos no sólo obtuvieron carta de ciudadanía gracias a la Transición, sino que incluso han llegado a alcanzar un estatus de superioridad moral respecto a las fuerzas políticas que han defendido rectamente la continuidad en la unidad política, social y cultural de España.

Una sociedad sin patria, sin historia, sin pasado, es una sociedad desorientada, manipulable, cerril y anquilosada. Por eso, si en artículos precedentes hablamos de alianza diabólica entre liberalismo y socialismo, de la misma manera podemos afirmar sin miedo a errar que, dentro del lupanar ideológico que representa la revolución, el nacionalismo destructivo es, y en especial en el caso de España, otro gran aliado del neo-socialismo para acabar con aquellos valores y principios que han inspirado a España en su quehacer político y social, a lo largo de siglos, con el único fin de instaurar su régimen nihilista y alienante, del cual el socialismo es nudo propietario, y el nacionalismo perverso, usufructuario. Una inversión hasta ahora rentable para ambos, y contra la que sólo se puede empezar a luchar desde la re-inculturación y el ahondamiento en aquello que se quiere destruir: el valor moral de la patria.

viernes, 18 de junio de 2010

LA DIABÓLICA ALIANZA

Por Javier de Miguel

Al hablar de “revolución”, en muchas ocasiones podemos caer en la tentación de hablar demasiado en abstracto, y dejar de señalar con el dedo a las ideologías que están detrás de ella.

Lo sorprendente de la revolución es que, pese a no introducir, en su compendio ideológico, ninguna novedad respecto de ideologías nacidas siglos atrás, es en sí una novedad, precisamente por lo ambiguo de su calificación ideológica. Y es que, de hecho, pienso que no se puede identificar a la revolución con una ideología única, sino más bien como el resultado de una serie de pactos entre ideologías, muchas veces contradictorias entre sí, que han aceptado claudicar en ciertos aspectos programáticos en beneficio del fin a conseguir.

Un ejemplo claro de las políticas revolucionarias que se están desarrollando en Occidente lo podríamos denominar liberal-socialismo, o social-liberalismo. A cualquiera que esté mínimamente iniciado en filosofía política, esta combinación le parecerá aberrante, pues nada hay más anti-liberal que el socialismo, y nada más anti-socialista que el liberalismo. Mientras el liberalismo afirma la individualidad absoluta del hombre, fundada en su libertad como fin, y sólo acepta la organización social como un pacto tan inevitable como artificial, el socialismo se ubica en las antípodas del liberalismo, reconociendo tan sólo la individualidad del hombre en tanto que parte del engranaje social, del cual el Estado es férreo controlador. En otras palabras, también podemos decir que el liberalismo ensalza la libertad, aunque sea, en muchos casos una libertad mal definida, mientras que al socialismo le repugna cualquier tipo de libertad.

A partir de la segunda guerra mundial, el socialismo en Europa Occidental comenzó a tomar un cariz crecientemente liberal, acrecentado a partir de la década de los sesenta. A partir de entonces, la revolución ya no sería ni la revolución liberal hija de la Ilustración, ni la revolución bolchevique alineada con los dictados de Moscú. Las políticas implementadas, sin ir más lejos en España, diagnostican claramente la simbiosis que se ha creado entra ambas ideologías.

Vamos con algunos ejemplos: la aceptación social y legal de la homosexualidad y de los matrimonios entre homosexuales, del amor libre, del aborto, etc, frutos todos ellos del Estado-pilato liberal, y muchos de ellos perseguidos en los regímenes totalitarios socialistas, han sido ampliamente apoyados e instaurados por partidos de cartel socialista (que después los partidos liberales de derechas han mantenido, como no podía ser de otra forma).

Por otro lado, parece razonable pensar que ha sido el socialismo el que ha bebido en las fuentes del liberalismo, más que a la inversa, pero lo cierto es que, camuflado en el socialismo por lo que a los partidos “de izquierda” se refiere, y en su más pura esencia en los partidos “de derechas”, el liberalismo está mucho más presente y goza de más amplio respaldo en la opinión pública que el socialismo puro, al que, pese a ser más reciente como ideología, se le considera anacrónico, en tanto que representa un modelo de organización destinado al fracaso. El socialismo, así, ha decidido jugar al juego parlamentario, pero por supuesto con las reglas del juego liberales. Porque el vencedor histórico-ideológico del siglo XX ha sido el liberalismo, y por tanto, es el socialismo el que tiene que mover ficha hacia él, y no al revés.

Una vez explicado muy someramente lo que separa a liberales y socialistas, vayamos a lo más importante que nos ocupa ahora, que es lo que tienen en común, lo que les une y les hace caminar juntos. Tanto unos como otros presentan como principio irrenunciable la soberanía de la política sobre la moral, una moral que para ambos es definida no en sí misma, sino precisamente en función del juego político, de manera que la moral no es más que una rama que crece del tronco del juego parlamentario, y no al revés. El socialismo lo ha hecho evolucionando desde la figura del Estado autoritario hacia la del Estado liberal, pero la esencia de ambos en este aspecto es la misma.

Una consecuencia secundaria, pero no por ello menos importante de esto es la animadversión que ambos comparten hacia la presencia de inspiración religiosa en la vida pública, e incluso en la privada. En este sentido, también el socialismo ha tenido que aprender del liberalismo. La violencia explícita ya no está de moda: no es democrática. Por eso las ideologías filo-socialistas ya no andan quemando iglesias ni asesinando religiosos, lo cual no quiere decir que hayan claudicado en su objetivo de erradicar cualquier atisbo de religiosidad en la sociedad. Más bien se han adoctrinado en los métodos liberales para ir apartando a la religión de la vida pública. A través del mal denominado Estado de Derecho, se sirven de la ley, supuestamente inspirada en la soberanía popular, otro principio de suyo liberal, para promulgar leyes que reemplazan a la razón natural por la razón subjetiva, que es otro principio liberal. La ley deja así de estar inspirada en la moral para estarlo en la coacción. La frontera del totalitarismo ya ha sido atravesada, y lo ha sido precisamente siguiendo el ideario liberal. Porque no tenemos que olvidar que antes del Archipíelago Gulag y de las purgas estalinistas, productos socialistas, ya habían existido los jacobinos, sus guillotinas, los saqueos a Iglesias, etc, todos ellos hijos de la “libertad” del liberalismo.

No lo olvidemos, en la historia, el telón de la violencia no lo levanta el socialismo, sino el liberalismo. Después, a partir de principios del S.XIX el liberalismo pasa a ponerse el cartel de civilizado, y es el socialismo el que entonces pasa a ser semilla de violencia. Cada uno tuvo su siglo, y parece que de momento el siglo XXI se lo están repartiendo ambos como buenos hermanos.

Por tanto, el socialismo contemporáneo, sin haber renunciado del todo a sus pretensiones totalitarias, ha heredado del liberalismo métodos más sibilinos para alcanzar dichas aspiraciones, que por otro lado no son muy distintas a las del liberalismo. Son dos ideologías cuyos destinos nunca pensaron sus fundadores que acabarían encontrándose. Son dos ideologías aparentemente opuestas, que han cruzado sus caminos en una época de declive de la filosofía política, donde lo que prima es la utilidad electoral de un sistema-banquete diseñado por liberales, pero cuyos comensales no tienen por qué rezar el credo liberal crudo, solamente basta que alcen las copas y brinden al grito de: “Seremos como dioses”.

viernes, 7 de mayo de 2010

LO QUE HARÍA LA REVOLUCIÓN CON LA IGLESIA

Por Javier de Miguel

Apreciados lectores,

A finales del año pasado, colgué este artículo de Elisa Serna en Público, explícitamente sintético del odio visceral de las ideologías revolucionarias hacia la religión, especialmente la católica, y donde se recogen insultos de toda índole, diría, incluso, denunciables.

A continuación presento un breve comentario a los párrafos más indigantes de dicho artículo (sin un sólo insulto, y basándome exclusivamente en el literal del texto).



La última monarquía absolutista de Europa, la iglesia católica, apostólica y romana, ICAR, acaba el año conculcando derechos humanos adquiridos por los españoles, en actos multitudinarios.

Uno de esos derechos es precisamente el de expresión y censura al sistema. Y éste es el derecho que se pretende conculcar, y son ustedes quienes lo quieren conculcar, en vista de lo que dicen y escriben.

El arzobispo de Madrid, José María Rouco Varela desde Madrid y Josep Ratzinguer, Papa de los católicos, desde Roma, unieron sus voces contra la Reforma de la Ley del Aborto y la Ley de integración de las bodas de gays y lesbianas, en el nombre de un Dios, que probablemente no existe.

Se aprecia una notable contundencia en la afirmación. ¿Probablemente? Estamos ante la proclamación de la nueva religión oficial del Estado a-teocéntrico: el nacional-ateísmo, o el nacional-agnosticismo, por cierto, de obligado cumplimiento.

“El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo”

Me remito a una frase de Felipe González: “hay una nueva forma de fascismo que es calificar de fascista a todos los que no piensan como uno”. Ni pintado….

El particular desarrollo de la Transición en España, nos obliga a convivir en régimen de estupro con la extrema-derecha española. La misa pública de ayer domingo, fue una muestra de la “impunitis” que padece la jerarquía católica en la inacabada democracia española.

¿Y que sugiere que habría que hacer para eliminar esa “impunitis”? ¿Volver a las checas? ¿a Paracuellos? ¿a la quema de Iglesias y asesinato de religiosos?

Allí acudieron […] obispos y sacerdotes de seglar responsables del secuestro de más de 30.000 niñas y niños en post-guerra, fascistas sin esvásticas, responsables del Holocausto republicano, cirujanos de obstetricia con el juramento hipocrático roto respecto a las abortistas, fanáticos nacional-católicos, mujeres sin conciencia feminista


Analicemos insulto por insulto…

- Ignoraba que los sacerdotes y obispos se hubiesen dedicado a secuestrar a nadie durante la post-guerra ni se hubiesen dedicado a realizar Holocaustos. Más bien, pensaba que quienes quemaban iglesias tan sólo un mes después de (ilegítimamente) proclamada la II República, que quienes amenazaban de muerte a sus adversarios políticos, que quienes mataron a Calvo Sotelo eran otros: y que los responsables de ello por no haber movido un dedo al respecto fueron los sucesivos gobiernos de la izquierda republicana. Pero se ve que en historia de España no estoy muy puesto. Uno no se acuesta sin saber una cosa más.

- Juramento hipocrático roto por negarse a practicar abortos
¿Quieren saber lo que dice, entre otras cosas, el juramento hipocrático original? Fíjense, se lo transcribo sin tocar ni una coma…

Llevaré adelante ese régimen, el cual de acuerdo con mi poder y discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer pesarios abortivos. Pasaré mi vida y ejerceré mi arte en la inocencia y en la pureza.

La Conferencia de Ginebra lo actualizó, añadiendo al efecto como deber moral del galeno:

VELAR con el máximo respeto por la vida humana

Por otro lado, el Código de ética y deontología médica español de 1990 dice en su articulo 25 que "no es deontológico admitir la existencia de un periodo en que la vida humana carece de valor. En consecuencia, el médico está obligado a respetarla desde su comienzo". Y en su articulo 27 dice que "es conforme a la deontología que el médico, por razón de sus convicciones éticas o científicas, se abstenga de intervenir en la práctica del aborto o en cuestiones de reproducción humana o de trasplante de órganos”.

El mismo código, en la versión de 1999, añade: Artículo 26
1. El médico tiene el derecho a negarse por razones de conciencia a aconsejar alguno de los métodos de regulación y de asistencia a la reproducción, a practicar la esterilización o a interrumpir un embarazo
Supongo que huelga el comentario.

- “Fanáticos nacional-católicos”: Y hablando de fanáticos, ¿cómo se les ocurre que deberíamos calificar a quien conscientemente miente y deforma la historia para manipular a la opinión pública y hacer que ésta cuadre con su ideología, y utiliza la calumnia para descalificar a quienes no comparten sus pensamientos, redondeándolo con insultos sistemáticos?

- "Mujeres sin conciencia feminista": es decir, mujeres sin conciencia de que su cuerpo es un juguete para uso y disfrute de loS hombres (enfatizo el plural); sin conciencia de que el matrimonio y la maternidad son una carga insufrible; sin conciencia de que la madre debe decidir si su hijo debe o no vivir. Quizá sea un antiguo, pero créanme, me gustan las mujeres “sin conciencia feminista”.


No es nada bueno para la salud de la Democracia, que la Delegación del Gobierno siga permitiendo la manifestación pública de personas, obispos y grupos que conculcan por sistema derechos adquiridos, que sostienen Teorías de la Opresión, como el fascismo.

Lo que no es nada bueno para la dictadura revolucionaria, como para toda dictadura, es que haya voces críticas. Por favor, dígame que derechos humanos se han conculcado en esa manifestación. ¿Se ha conculcado el derecho a la vida? Yo diría que se ha defendido. ¿Se ha conculcado el derecho a la libre expresión? Yo diría que únicamente se ha ejercido. Otros son los que pretenden conculcarlo.



En definitiva, este artículo vuelve a reflejar lo de siempre: en nombre de la democracia, al paredón. Será que se acuerdan tanto de “oscuros tiempos pasados” porque los ven reflejados en ellos cada vez que se miran al espejo. Maneras no les faltan para ello…

sábado, 24 de abril de 2010

DERECHO A LA VERDAD

Por Javier de Miguel

Vivimos en medio de una sociedad que ensalza cuasi-enfermizamente los derechos del individuo. O mejor dicho: lo que social y políticamente se consideran derechos. El derecho individual está sumido en un endiosamiento anonadante. Sin embargo, si atendemos con un poco más de precisión a este hecho, nos damos cuenta de que esta exaltación neo-romántica de los derechos es total y absolutamente selectiva. En otras palabras, se ensalzan ciertos derechos, que social y culturalmente se consideran “de primera línea”, y que generalmente coinciden con derechos que, o bien son de segunda línea desde el punto de vista de la ley natural, o bien simplemente no son derechos, sino meras desfiguraciones de la autonomía humana, que vienen a convertir a la sola razón en suma legisladora del bien y del mal. O peor aún, se circunscribe la aplicación de los derechos a la aritmética parlamentaria o a la voluntad pactista de las fuerzas políticas, lo que viene a significar básicamente lo mismo. Por contra, otros derechos, incluso algunos tan básicos y sagrados como el derecho a la vida, se supeditan al ejercicio de otros, menos importantes, e incluso perjudiciales en la escala moral, y por tanto, falsos.

Para contrastar esta tan extendida y aplicada tesis, veremos que la unívoca doctrina social de la Iglesia, entiende por bien común la colaboración en el establecimiento de una serie de condiciones que permitan a la persona desarrollarse en toda su perfección. Así, León XIII, en su encíclica Immortale Dei (1885), para mí uno de los mejores compendios que se han escrito sobre doctrina política a la luz de la fe y la ley natural, nos enseña, literalmente, lo siguiente:

En lo civil y político, las leyes se enderezan al bien común, y se dictan, no por la pasión o el criterio falaz de las muchedumbres, sino por la verdad y la justicia.

Para que reparemos en la suma importancia de esta afirmación, y en las consecuencias que de ella se derivan: las leyes, que son las que regulan la vida en sociedad, los derechos y deberes de las personas, deben estar inspiradas en la verdad.

Es curioso que la legislación y jurisprudencia van reconociendo algunos derechos que tienen que ver con el conocimiento de ciertas parcelas de verdad sobre la vida de las personas: por ejemplo, recientemente se ha reconocido en un tribunal alemán el derecho de los niños nacidos fruto de la inseminación artificial anónima, a conocer a su padre biológico. Asimismo, y aunque desconozco si ya se ha sentado jurisprudencia al respecto, se habla muy positivamente del derecho de los niños adoptados desde recién nacidos, a conocer a sus padres biológicos. También a los familiares de un desaparecido o asesinado, se les reconoce siempre el derecho a conocer la verdad del caso.

Toda esta serie de iniciativas, muy plausibles por un lado, vienen por otro a demostrar la incoherencia de las estructuras legislativas predominantes en Occidente, ya que al alimón que se reconoce el derecho de las personas a conocer su pasado, su origen biológico, etc, se niega su derecho al acceso a una verdad muy superior, y común a todas ellas: su origen, la naturaleza con que han sido creados, y el camino que han de seguir para alcanzar la felicidad.

“Cada uno es feliz a su manera”, se acostumbra a decir. Pero según de qué tipo de felicidad estemos hablando, podemos llegar a caer en un grave error. La felicidad entendida como el legítimo gozo de lo temporal, se puede plasmar en cosas concretas, que cada persona elige conforme a su idiosincrasia, cultura, educación, etc. Pero la felicidad en abstracto, es decir, la felicidad en cuanto que finalidad de la persona, es común a todos nosotros, y puede resumirse, tal y como ya enseñó magistralmente Aristóteles, en “comportarnos conforme a nuestra naturaleza”.

Por tanto, en cuanto que es la verdad la que nos guía para ejercer los verdaderos derechos y obligaciones que nos identifican como personas, uno de los primeros derechos individuales tendría que ser el derecho a poder ejercer esos derechos, es decir, el derecho a la verdad. ¿Qué entendemos por derecho a la verdad? Sin duda, no nos referimos aquí a la verdad empírica, científica, la derivada de las ciencias exactas. Nos estamos refiriendo a la verdad acerca del hombre y del mundo, partiendo de la base de que el mundo y la realidad son uno, y por tanto, la verdad también es una, porque de existir varias verdades, éstas estarían indefectiblemente referidas a tantos mundos y realidades como verdades enunciáramos.

Por consiguiente, si tal como León XIII enseña, las leyes deben estar orientadas al bien común, que es la perfectibilidad máxima de la persona, y sabiendo que ésta se consigue ajustando nuestro actuar a nuestra naturaleza, es decir, a nuestra verdad, llegamos a la conclusión de que los Estados tienen la obligación de mostrar a las personas la verdad sobre ellas mismas, como punto de partida para alcanzar el bien común a que están destinadas. Así, lo que para el Estado se convierte en una obligación, para nosotros se convierte en un derecho.

Desgraciadamente, como consecuencia de los estragos del liberalismo, nuestras sociedades occidentales han devenido en sociedades Poncio-pilatistas, en primer lugar, porque niegan la mera posibilidad del acceso racional a una moral objetiva y común a todos los seres humanos (Quid est veritas?) , y en segundo, y como consecuencia de lo primero, se lavan las manos respecto de su obligación de orientar a la sociedad al bien común, que, como ya hemos dicho, no es más que una obligación de justicia para con los gobernados.

Así, la circunscripción de la vida social al marco de la verdad tiene consecuencias que escandalizan al mundo liberal. Una de ellas es la cuestión de la libertad de expresión. En las sociedades liberales, como la libertad está por encima de la verdad, bajo la justificación de la libertad de expresión se acepta la expresión pública de graves calumnias y faltas a las verdades más esenciales.

Una prueba es la progresiva y generalizada tendencia a la despenalización del perjurio (partiendo de la base de que, para ello, primeramente se han abolido los juramentos, por ejemplo, de cargos públicos), y otros delitos denominados “contra la honra”. Por ejemplo, la ley española establece que las opiniones y valoraciones no están sujetas al límite de la veracidad y tampoco son susceptibles de una comprobación objetiva. Lo cual equivale terriblemente a decir, por un lado, que puesto que no existe verdad objetiva, sino que todo es opinable y valorable, tampoco existe la mentira y el error, de manera que ambas coexisten en igualdad de condiciones. Y en segundo lugar, nuevamente demuestra que la libertad, en este caso la libertad de información, está por encima del honor a la verdad.

León XIII vuelve a hacer hincapié en el grave error que subyace en esta doctrina, cuando afirma que

La libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males. La libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes.

En definitiva, el gran error de los liberales radica en pensar que la libertad descontrolada, incluso cuando pasa por encima del cadáver de la verdad, acrecienta nuestra libertad, cuando ocurre justamente lo contrario, lo que hace es coartarla, ya que la verdadera libertad comienza conociendo lo que somos, y estando protegidos contra el primer grado de mentira, que es la mentira sobre el hombre. Porque, de la misma manera que, en un juicio, el juez necesita conocer la verdad del caso para poder hacer justicia, también para que una sociedad crezca sana y justa es necesario conocer las verdades que la conforman, a ella y a sus componentes. De lo contrario, se pueden fácilmente cometer las mismas injusticias que cometería un juez al dictar sentencia partiendo conscientemente de pruebas parciales, altamente dudosas o totalmente falsas. Y, a la inversa, la promoción de la verdadera libertad humana consiste en publicitar y ofrecer como verdad aquello que es verdad, la única verdad antropológica que corresponde a la real dignidad de la persona como alfa y omega, es decir, como origen y destino en Dios. Entonces estamos hablando verdaderamente de un derecho de primera línea, del derecho a la verdad como camino para la constitución de sociedades justas y democracias sanas.

lunes, 1 de marzo de 2010

SOBRE LA LIBERTAD Y LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS

Por Javier de Miguel

Santo Tomás de Aquino definió la libertad como la capacidad del hombre para hacer el bien, una definición que desde luego resulta chocante en los tiempos en que vivimos, donde reinan las falsas concepciones de libertad, todas ellas de origen revolucionario, que bien se podrían resumir en cuatro líneas maestras:

1. Libertad es “poder elegir”, es decir, es tener variedad de posibilidades, y en consecuencia, cuanto más amplia sea dicha variedad, más libres somos. Definición que se refuta fácilmente incluso desde la ciencia, pues psicológicamente se ha demostrado que un exceso de variedad de elecciones desborda nuestra mente, nos hace incapaces de tomar decisiones, y a nuestra voluntad, más voluble.
A ello habría que añadir una limitación física: no es posible elegir todo lo que se quiere elegir, bien porque no se dispone de ello, o bien porque los recursos (tiempo, dinero), son escasos, o incluso sencillamente porque ese algo que me gustaría elegir no existe. Con ello, cualquier restricción a esta variedad que nunca llega a ser total es una coacción a la libertad, y por tanto, genera frustración en quien busca la libertad en ello.

2. Libertad es “espontaneidad”: sería por tanto, decir siempre todo lo que pienso, tal y como lo pienso, hacer todo lo que me place en cada momento, sin limitación ni cortapisa alguna. De lo cual se siguen dos consecuencias: la primera, que cualquier norma, sea penal, de urbanidad o civismo, conllevaría una coacción de la libertad. Y como, de facto, estas normas existen y son necesarias, el hombre no podría alcanzar la libertad. Y la segunda, todavía más impactante: los animales no racionales serían más libres que las personas, pues pueden hacer sus necesidades en cada momento y lugar, y no se plantean si deben o no deben hacer alguna cosa: simplemente la hacen, y si modifican su conducta es únicamente por otro impulso: el miedo al castigo o por la espera de una recompensa.

3. Libertad es hacer lo que deseo, aunque física o psicológicamente no pueda: es el concepto de “discriminación positiva” que se aplica a menudo en ciertos campos, como en el de la educación, también llamada teoría de la tabla rasa, y que básicamente se alimenta de la idea de que cualquier persona posee una serie de derechos que trascienden su naturaleza humana y sus limitaciones: es la teoría por la cual se debe rebajar el nivel de exigencia en el sistema educativo para que “todos quepan” en él. Es, por tanto, una lucha constante contra la propia naturaleza humana, que será, siempre, una batalla perdida, y por tanto, un nuevo muro infranqueable en la búsqueda de esa supuesta libertad.

4. Libertad es “hacer todo lo que se puede (técnicamente) hacer”: es un planteamiento mucho más reciente, pues se ha desarrollado a la par que la revolución tecnológica, y que en el fondo entraña la idea de que la libertad humana es un hito que se alcanza progresivamente en función de los avances científicos, y que por tanto, nunca alcanzará su plenitud, pues el progreso en el conocimiento científico es sine fine.

Todas estas definiciones revolucionarias de libertad comportan una consecuencia terrible y desesperante: El hombre no es capaz de ser totalmente libre. La libertad es una utopía, un muro con el que el hombre acaba siempre chocando, algo que depende de factores materiales externos, y sobre el que no tendríamos ninguna influencia, si no es sometiéndonos a dichos condicionantes externos y yendo siempre a remolque de ellos. Este sinsentido conduce indefectiblemente a la frustración y a la rebeldía del hombre contra su propia naturaleza, y por tanto, al deseo de endiosarse para superar esas teóricas barreras, y por tanto, despierta la tendencia a asimilar más fácilmente el lema por excelencia de la revolución: “Seréis como dioses”.

No obstante, el panorama cambia sustancialmente si nos centramos en la auténtica idea de libertad. En base a la definición de Santo Tomás, el Bien nos hace libres porque nos permite superar la esclavitud de las apetencias cortoplacistas. Y éstas son esclavitudes, porque al basar las decisiones en la apetencia momentánea, nos impiden ver más allá y tomar decisiones que son buenas a largo plazo, aunque a corto plazo puedan suponer un sacrificio o una penalidad, que la libertad hará asumibles si y solo si somos capaces de dirigir nuestra voluntad hacia el verdadero bien. Todo sin perjuicio de que el mal elegido reiteradamente, limita la capacidad de elegir otra cosa que no sea el mal, conllevando esto la pérdida de la auténtica libertad. En definitiva, el bien corrige nuestra miopía y nos permite ver en auténtica perspectiva cual es la verdadera libertad

Y una vez expuesto todo esto, la pregunta es ¿Qué espacio ocupa Dios en la búsqueda de la libertad? La respuesta es contundente: Dios, con su Gracia, al ayudarnos a superar el pecado, nos libera de las apetencias y de los impulsos sensitivos momentáneos, y por tanto, nos desempaña los cristales para ver en relieve el verdadero Bien y dirigirnos sin vacilar hacia él, siendo así plenamente libres. In veritate libertas: tanto la verdad como la libertad existen, son alcanzables, y están relacionadas, de manera que en la Verdad, que es el Bien, nos hacemos genuinamente libres.

Cuando, en 1885, el Papa León XIII escribe la carta encíclica Immortale Dei, sobre la constitución cristiana del Estado, exhorta a los poderes públicos a que permitan y favorezcan que la esencia del cristianismo inspire la sociedad civil, como única manera para que ésta se realice plenamente conforme a la dignidad humana. Y no puede ser más cierto. La historia nos demuestra que la impronta del cristianismo en Occidente ha sido la antesala de la concepción actual de la dignidad de la persona, que si en los últimos dos siglos se ha venido desvirtuando, ha sido precisamente en la medida en que nos hemos ido desvinculando de estas mismas raíces cristianas.

Los fundamentos de una sociedad justa deben estar inspirados en la concepción cristiana del hombre y del mundo, aunque sólo sea por la excelencia de las virtudes que propugna: caridad y respeto hacia el prójimo, sentido del sacrificio, honestidad, auténtico respeto a la mujer, respeto a la vida desde su inicio, recta concepción del bien y del mal, humildad, austeridad basada en el desprendimiento de las cosas terrenas, serenidad ante la dificultad, respeto a la autoridad, honor a la verdad, respeto por la familia y la infancia, etc. Y ejemplos sobran en la historia de lo que ha ocurrido cuando estos principios se han despreciado o arrinconado.

El primer problema es que el concepto de virtud, originario no del cristianismo, aunque completado por éste, y mucho menos de las sociedades liberales, sino de la filosofía griega clásica, ha caído en un profundo ostracismo a base de desdibujarse su identidad como resultado del subjetivismo impuesto por las ideologías revolucionarias. Este subjetivismo llega incluso a negar el derecho de individuos y asociaciones a defender públicamente lo que ellos consideran como verdad, por el mero hecho que se plantee como tal. No es tanto un ataque a “una verdad”, sino a “la verdad”. Por el contrario, la revolución sustituye el término “virtud” por el término “valor”, lo que, para lo que nos ocupa ahora, no significa absolutamente nada, pues el diccionario nos enseña que un “valor” es simplemente un adjetivo, una cualidad de las cosas, pero no encierra en él ninguna noción de bien o mal, pues en sí mismo posee polaridad, es decir, puede ser positivo o negativo. Mientras que la virtud tiene que ver con la verdad, el valor reduce la verdad a la cualidad subjetiva de las cosas, en lugar de a su calificación moral.

Por tanto, los valores son conceptos moralmente abstractos que en esencia no encierran ni virtud ni vicio, sino simplemente convenciones sociales y culturales modificables a golpe de real decreto. Cuando se nos habla, por ejemplo, de “el valor de la solidaridad” lo que de verdad se nos está diciendo es: “El valor de la solidaridad, tal y como lo entendemos hoy, aquí y ahora, y que es tan válido como lo que mañana, allá o después se entienda por solidaridad”.

En definitiva, si lo que el poder político busca es el verdadero bien, está claro lo que tiene que hacer. Por el contrario, si lo que se busca son lacayos, voluntades compradas y esclavos, sociedades débiles y engañadas, libertades que son sólo señuelos, palos y zanahorias, entonces se entiende perfectamente cómo están organizadas las sociedades revolucionarias.