Por Javier de Miguel.
Hay que reconocerlo: desde que la Iglesia fue apeada por la fuerza de su
papel de luz del orden social, y desde que la Iglesia apeó de su propio seno la
idea de la realeza social de Jesucristo como realidad tangible y verosímil, la
propia Iglesia anda como pollo sin cabeza tratando de dar la vuelta a la
depravación moral que cada vez con más fuerza atiza a las sociedades
occidentales, así como al desvío doctrinal que devora muchas de sus instancias.
Ante este escenario, según algunos, absolutamente inédito en los dos
milenios de la historia de la Iglesia, abundan las propuestas innovadoras,
supuestamente adaptadas a “los signos de los tiempos”. Por ejemplo, desde los
entornos conservadores se defiende que el Evangelio debe inculturarse
esencialmente y prácticamente en exclusiva a través del testimonio de los
cristianos ante el mundo: el cristiano debe estar lo más imbuido en el mundo, y
ocupar puestos de relevancia para influir con su pensamiento en la opinión
pública y sacudir las conciencias, a fin de que, poco a poco y por este método,
la sociedad vaya re-encaminándose, y con ella, las demandas sociales que
desemboquen democráticamente en nuevas legislaciones más acordes con la moral y
la razón natural.
Parte de esta estrategia consiste en servirse de aquellos aspectos de la
modernidad que se consideran buenos o moralmente neutrales, para emplearlos
como brazo de palanca de la gigantesca sartén cuya tortilla se pretende
voltear. Habría que aspirar, pues, a una “sana democracia”; un “sano
capitalismo”, una “sana laicidad”, donde realmente la moral cristiana tendría cabida
y sería posible un vuelco. Las estructuras no serían el problema, sino tan sólo
el uso que de ellas se hace. Todo es cristianizable, todo es “bautizable”.
De paso, estos sectores, aprovechan para reivindicar una mínima intervención
estatal, bajo el pretexto de que un Estado pervertido debe intervenir lo mínimo
en la vida de las personas, lo cual es cierto, pero sólo totalmente cierto si
partimos de la base de que no puede aspirarse más que a un Estado pervertido. No
obstante, piensan que cuando la sociedad cambie su paradigma, también la
legislación lo cambiará, llegándose a ese ideal poco menos que fantasmagórico: contra
la degeneración del sistema político, “sana democracia”; contra la explotación
laboral y la avaricia, “sano capitalismo”, contra el laicismo radical y la
persecución de lo religioso, “sana laicidad”. La Iglesia habría, por fin,
encontrado su sitio y su hábitat
adecuado en el mundo moderno.
Pues no. No hay sana democracia porque la democracia lleva ínsita la degeneración
del sistema político; no hay sano capitalismo porque la explotación laboral y
la avaricia son las bases del capitalismo; y no hay sana laicidad, porque el
afán por separar estancamente las esferas civil y religiosa es la raíz del
laicismo radical y la persecución religiosa. Y ni este concepto de sana
democracia prevé el abandono total del principio democrático como fundamento
del orden social; ni el concepto de sano capitalismo prevé el abandono de las
tesis liberales; ni el concepto de sana laicidad prevé que la Iglesia sea la
luz de los Estados.
Esta corriente se opone a toda transpiración política de la cosmovisión
cristiana, calificándola de clerical, y considera que son exclusivamente los
cristianos, al margen de toda organización política confesional, quienes deben
ejercer el papel de “santa levadura” en una sociedad laica, bendecida por ellos
como tal, con la base de la simple libertad de predicación, sin renunciar a las
bases liberales de la misma.
Pero más allá de la teoría, hay además una evidencia práctica demoledora: pensar
que el mero empuje de unos cuantos bienintencionados católicos es suficiente
para vencer la enquistada jerarquía partitocrática, plutocrática y oligárquica
es poco menos que una utopía: quien piense diferente, directamente será
eliminado del mapa, con el amparo de la ley, o sin él. Lo cual no quiere decir
en absoluto que el testimonio, individual o colectivo, de los cristianos,
carezca de valor. El mejor predicador es Fray ejemplo, pero esto también se
aplica a las instituciones políticas. Quien cree que todo ha de venir de la
sociedad civil ignora o desprecia el papel de la política en la ordenación de
la sociedad al bien común, manifestando un liberalismo más o menos larvado.
Coloquialmente, cuando de entre dos hechos, no se distingue con claridad
cuál es causa del otro, se dice que no se sabe qué es primero, si el huevo o la gallina. Aquí
la cuestión sería similar: ¿qué es primero, la “santa levadura”, o el “santo
horno” que haga fermentar esa levadura? Desde luego, y en la práctica, ninguno
de los dos puede prescindir del otro. Pero también desde el punto de vista de
la teoría política cristiana clásica, se nos avisa de que una sociedad
difícilmente puede convertirse mientras subsista una la estructura de pecado de
dimensiones tan desproporcionadas como ocurre en la actualidad. En otras
palabras, mientras la legislación emanada del Parlamento partitocrático pisotee
la razón y la ley natural con el consenso general; mientras el Estado siga
regando con subvenciones los lobbys y medios de comunicación difusores de
causas inmorales; mientras la educación estatalizada siga siendo un catalizador
de la inmoralidad; mientras se niegue desde las instituciones el valor sagrado
de la familia y se legisle para su destrucción; mientras se relegue el hecho
religioso al ámbito de las alcobas y las sacristías; mientras se impida al
creyente ejercer su profesión y vivir civilmente en plena coherencia con su fe;
mientras se arrincone la autoridad moral de la Iglesia; mientras se fomente el
consumismo y materialismo capitalistas….. la santa levadura seguirá siendo eso
mismo: levadura, pero estéril, porque le faltará su reactivo: el “santo horno”,
que es la envoltura que ha de generar las condiciones para que la levadura
fermente.