viernes, 5 de agosto de 2011

DESPEDIDA




Apreciados lectores,

Han sido algo más de dos años de vida lo que ha contado el presente blog: dos años en que han visto la luz una treintena de artículos y casi otros tantos enlaces a otros documentos o noticias, cuyo denominador común ha sido el describir y dar a conocer los principales rasgos de las ideologías revolucionarias que amenazan a nuestras sociedades.

Desde el principio he intentado que la sucesión de publicación de los artículos no respondiese necesariamente a criterios de orden puramente lógico, sino más bien ir presentando cada tema de manera independiente en un artículo, para que el lector pudiera ir interiorizando el mensaje a base de la lectura sucesiva de los mismos, sin necesidad de presentar un cúmulo de definiciones conceptuales abstractas, sino que él mismo pudiera inducir el significado de los conceptos a base de contextualizarlos en las diversas ocasiones en que eran tratados. Aunque lo tendrán que juzgar los lectores, pienso que es un buen sistema para interiorizar conceptos complejos sin tener que recurrir a técnicas memorísticas que, a la larga, vacían la comprensión de los conceptos, para conservar únicamente su definición formal.

(Es más, creo que de esta manera se deberían impartir muchas materias en la escuela y la universidad, si se quiere que la educación sea algo más que un sistema de almacenamiento de información en el cerebro de los alumnos. No se equivoquen: no estoy en contra de que, por ejemplo, en la asignatura de historia se aprenda de memoria la fecha del descubrimiento de América; lo que pretendo decir es que para comprender lo que realmente significó el descubrimiento de América, se necesita algo más que saber su fecha. Lo mismo ocurre con cualquier hecho complejo, como es el estudio de la revolución).

Durante la vida de este blog, muchas y variopintas han sido mis fuentes de inspiración. Parece mentira, pero cierto es, que cuanto más se profundiza en un tema, mas detalles de la vida diaria aparecen como sugerentes para continuar con esa profundización. No obstante, y por lo que respecta a este tema, tengo que confesar que lo he tenido relativamente fácil: basta con consultar cualquiera (repito, cualquiera) de los medios de comunicación españoles de gran alcance para sentir la tentación de ponerse teclado en mano. Y cuando uno cree que ya ha redactado lo suficiente como para ofrecer trazos básicos del tema en cuestión, siempre aparece algo que proporciona un nuevo matiz, enfoque o concepto a añadir, siempre con el mismo trasfondo, pero a la vez siempre con una vertiente novedosa. Es lo que tiene la revolución: constante en el fondo, variable en las formas: todo diferente y, al mismo tiempo, todo igual.

Antes de sumergirme en las procelosas aguas de los estudios jurídicos, motivo de que hoy esté escribiendo estas líneas, quisiera despedirme y agradecer a todos aquellos que, directa o indirectamente han participado de este blog, ya sea a través de sus comentarios o reseñas, o mediante la difusión de su contenido en la red. Espero haber ayudado a despertar alguna conciencia o, por lo menos, haber dado lugar a la reflexión o al debate. Y a quienes haya escandalizado algún contenido, sólo les puedo ofrecer mis deseos de que puedan reponerse de su indignación con prontitud.

Yo he disfrutado mucho: espero que ustedes también.

Javier de Miguel

viernes, 8 de julio de 2011

EL REALISMO ANTROPOLÓGICO: UN ANTÍDOTO CONTRA LA REVOLUCIÓN

Por Javier de Miguel

Hace algún tiempo hablamos del problema de las ideologías: explicamos que una ideología era una metonimia filosófica, en la cual la complejidad antropológica del hombre es reducida y simplificada e identificada con uno o, a lo sumo, un puñado de aspectos o conceptos. Por este motivo, concluimos entonces que toda ideología era rechazable en la medida en que no respondía a la verdad sobre la persona, y, si bien cabe establecer distinciones, pues unas ideologías pueden ser más perniciosas en función del principio antropológico que violen, no significa por ello que deban ser objeto de beneplácito o de indulgencia, y mucho menos de carta blanca por ser menos dañinas que otras padecidas con anterioridad. La verdad humana tiene que defenderse a la luz de la recta razón, y no a la luz de una graduación de balances coste-beneficio.

La censura de las desviaciones antropológicas de las diversas ideologías ha sido una constante en la Doctrina Social de la Iglesia. Valga, en este sentido, la clasificación implícita que realiza León XIII en su encíclica Rerum Novarum de los factores que conducen al ilusionismo antropológico que funciona como caldo de cultivo de las ideologías (omito acompañar el término ideología de ningún adjetivo, pues con la definición introducida en este y otros artículos, el concepto queda sobradamente adjetivado), pudiéndose, éstos y otros, resumir éstas de la siguiente manera:

1) El hombre no es una criatura
(lo cual exigiría la existencia de un creador), sino que es fruto de la casualidad cósmica, de la conjunción de una serie cuasi-infinita de magnitudes y leyes físicas y químicas que han permitido la creación de un planeta donde no sólo su vida, sino la de todos otros aquellos seres que necesita para sobrevivir, ha permitido una evolución que nos haya llevado hasta nuestros días. Una afirmación cuya censura resulta toda una obscenidad para aquellos quienes haciéndose llamar científicos, nos permiten parafrasear a San Pablo, pues creyéndose sabios caen en la necedad de preferir la anterior tesis, que aquella que postula la existencia de un Dios creador, mucho más razonable en términos ya no religiosos, sino solamente probabilísticos, sólo porque esta manera de razonar no encaja en la cuadrícula de su “infalible” metodología.

Más allá de las especulaciones de carácter científico, la implicación que tiene esta concepción materialista del ser humano, es que el ser humano sólo existe en su magnitud material, es decir, no se puede esperar de su comportamiento más que el resultado de reacciones químico-neurológicas, siempre constatables o susceptibles de ser constatadas científicamente. Nada, por tanto, hay en el ser humano, que escape a lo meramente biológico, y en ese sentido, es absurdo buscar cualquier rastro de ley moral exógena.

2) El hombre es bueno por naturaleza: es probablemente el error antropológico más difundido entre la opinión pública, quizá porque es el que más halaga la vanidad humana, cosa que en sí ya es argumento suficiente para refutar su tesis, al mismo tiempo que, ante la flagrante evidencia en contrario, alega que es el contacto social lo que lo pervierte. Estas dos afirmaciones conllevan a concluir que el hombre por sí solo se basta para alcanzar la felicidad (aun si conservamos la acepción realista de felicidad). Y, por coherencia con lo anterior, este “por sí solo” excluye no solamente la relación con los demás, sino también la relación con ese Dios del cual es una locura hablar.

3) El sufrimiento puede ser eliminado del panorama humano: habiendo expuesto las dos anteriores tesis, no nos debe repugnar que el problema del sufrimiento sea un auténtico escollo en la naturaleza humana. Si nos hemos dado a nosotros mismos; si nos bastamos a nosotros mismos para ser felices, ¿por qué el sufrimiento? Es algo externo, que nos viene dado, o incluso que incubamos dentro de nosotros mismos por causas más o menos graves. Con independencia del carácter sobrenatural que pueda darse al sufrimiento, cosa impensable de acuerdo con las tesis anteriores, no deja de sorprenderme la necedad y la insensatez, después de miles de años de historia humana, de seguir afirmando que es posible suprimir totalmente el sufrimiento humano, más aún cuando las vías históricamente propuestas han tenido siempre propensión a la restricción de las libertades humanas básicas.

4) Las creencias religiosas son opiniones, igual que las disquisiciones sobre la moralidad de los actos: dado el hecho de que el hombre no es criatura, que se basta por sí sólo, pero que ha de luchar contra el sufrimiento, el fenómeno religioso se considera como un factor puramente sociológico, y no inserto en la naturaleza humana (¿cuál naturaleza?), que se despierta, por causas aún no esclarecidas empíricamente, en ciertas personas, como medio de auto-ayuda para sus propias vidas. La fe, por tanto, deja de entenderse como la adhesión a una verdad revelada, sino como una mera creencia, una opinión, muy loable siempre y cuando no proponga verdades absolutas, y se equipara al ámbito de las propias ideologías: unos creen, otros no; unos creen en Dios Uno y Trino, otros en el dios de la lluvia, pero no dejan de ser fábulas, invenciones y auto-sugestiones optimistas con el único objeto de sedar el pensamiento hasta que la ciencia (es decir, el propio hombre) pueda ofrecer explicación a lo científicamente inexplicable.

5) Es posible el progreso sine fine:acabamos de introducir el papel de la ciencia en el mundo de las ideologías. La gran esperanza de la humanidad ideologizada es el progreso científico y técnico. En base a una errónea concepción de libertad, se piensa que el hombre será más feliz en tanto en cuanto sea capaz de liberarse de las ataduras de las que la aleatoria naturaleza le ha provisto, y que no son de su agrado. El hombre podría así alcanzar un día su liberación absoluta y entonces habría llegado el fin de la historia, entendiendo ésta como el proceso evolutivo de lucha del hombre contra su propia naturaleza, es decir, contra si mismo.

No hemos mencionado, a propósito, ninguna ideología, pero estoy seguro de que a cualquier lector le habrá venido a la cabeza un porcentaje muy elevado de todos los regímenes opresores, destructivos y sanguinarios que en algún momento han gobernado alguna parte del planeta. El problema es claro: el denominador común de todas estas desviaciones es la idea de que el hombre es dios. Y no exagero: éste es el principal peligro que acecha hoy a la humanidad. Por ello, el remedio ha de ser la voluntad de empezar a entender de una vez por todas qué es el hombre, de conocernos a nosotros mismos con realista voluntad de resolver los problemas, no de cerrar los ojos y jugar a imaginar una humanidad formada por no-personas. Esto es el realismo antropológico: saber qué es el hombre y qué consecuencias tiene ser como es. Y que mejor manera para conocer nuestro manual de instrucciones que pedirlo a nuestro “fabricante”. Muchos lo pidieron antes que nosotros. Transcrito está: pero como el primer paso del hombre hacia el mal fue la soberbia, quizá el primer paso para su redención sea la humildad.

martes, 7 de junio de 2011

LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y PENSAMIENTO: UN POSTULADO REVOLUCIONARIO, SÓLO EN TEORÍA

Por Javier de Miguel

A buen seguro que el lector condicionado ideológicamente por la pandemia revolucionaria demandará fuertes y poderosas razones que fundamenten el título del presente artículo. Y yo le aplaudiré y agradeceré por su exigencia: la capacidad crítica es una de las aptitudes de la razón que con mayor vehemencia ha sido y es atacada por el pensamiento revolucionario, y el sólo hecho de usarla ya es indicio de que todavía queda en él un reducto de lo que coloquialmente se denomina sentido común, que no es otra cosa que ese fuero interno de la persona que reclama que todo aquello que se diga o haga no quede por debajo del estándar de la racionalidad humana.

Hecha esta breve introducción, nos centraremos en satisfacer la demanda de este bienintencionado lector que, sin duda de buena fe, pensará que conceptos tan aparentemente progresistas y positivos como la libertad de expresión y pensamiento son siempre y en todo caso plausibles y dignos de ser fomentados socialmente, y que, por supuesto, las democracias contemporáneas son su adalid, al mismo tiempo que nunca podrán mutar para convertirse en negación de sus propios postulados.

Quien así piensa ignora, por un lado, el fundamento de la verdadera libertad de pensamiento y expresión, y por otro, que el código genético de los sistemas democrático-revolucionarios es incompatible incluso con la mejor de las acepciones que de estos conceptos seamos capaces de enunciar. Aunque pueda parecer incoherente, comenzaremos exponiendo esta incompatibilidad, para luego pasar a definir lo que se entiende, a la luz de la razón, por libertad de pensamiento y expresión. Por tanto, y hasta que introduzcamos dicha definición, partiremos a conciencia de una falsa, que es la que a muchos viene a la cabeza por el mero hecho de mencionar dichos conceptos, a saber, que el pensamiento y la expresión del mismo puede, y debe, tener una proyección social ilimitada, y su difusión no ha de contar con ninguna cortapisa legal, en tanto que, de lo contrario, se estaría atentando contra la misma dignidad humana.

Como hemos anticipado, sobre esta premisa falsa se construiría otra, también falsa, según la cual, las ideologías revolucionarias no sólo son las grandes protectoras de estos magnos derechos, sino que poseen el privilegio natural de su monopolio, de manera que, quien no comulgue con ellas, es al mismo tiempo un detractor de todas las patentes de corso que se han auto-arrogado. Pues bien, sin denunciar todavía la falsedad de la primera de las premisas, estamos en condiciones de evidenciar la de la segunda. Basta solamente pararse a pensar cómo trata el sistema a todos aquellos que tienen la osadía de poner en duda a quienes, libremente, piensan y manifiestan su pensamiento en términos contrarios a los del pensamiento único. Porque, ¿acaso no forma parte de la libertad de pensamiento y expresión pensar que el pensamiento y la expresión deban no ser libres? (en esto profundizaremos más tarde) ¿acaso no es democrático dejar pensar y expresar que el sistema democrático tal como se entiende y se practica en Occidente debe ser poco menos que demolido y re-construido? La lógica diría que sí. Pues bien, la lógica de lo ilógico revolucionaria dice que no. Mejor dicho, dice que siempre y cuando no atente contra los principios del propio sistema: lo mismo que han dicho todos los líderes de sistemas totalitarios desde la época de los césares.

A la hora de describir, en la práctica, cómo se articula esta contradicción fundamental, podemos pararnos en dos principios de los que pretenciosamente se jactan los ideólogos revolucionarios, y de los cuales ya hemos hablado en anteriores ocasiones: por un lado, la separación entre moral pública y moral privada; y la segunda, la perversión del lenguaje.

Por lo que respecta a la primera, es evidente que el sentido común más elemental la considera como una grave limitación a la libertad de pensamiento. Pocas cosas hay más respetables y dignas en el hombre como su conciencia (recta, claro está), y cualquier intento de forzar a las personas a vivir en sociedad de manera opuesta a como viven en su ámbito privado, resulta un grave atentado contra su libertad. Y más aún si las represalias al respecto consisten en dificultar o inhabilitar para determinadas profesiones a aquellos quienes, en el ejercicio de su libertad, contraponen ciertos aspectos de la praxis profesional con los dogmas del unitarismo ideológico revolucionario. Cada vez que se impone a un juez, un profesional sanitario o un maestro actuar de una determinada manera en aspectos con relevancia moral, se le está condenando no sólo al ostracismo, sino que se le está obligando a cometer el delito más grave, que es violentar su conciencia para ponerla al servicio de la ideología oficial, en un ejercicio de pleno totalitarismo de Estado.

En cuanto al segundo vehículo de represión de la libertad de pensamiento y expresión, el que tiene que ver con la confusión semántica de los términos, valga resaltar que se apoya en la creación de una “terminología oficial” en línea con la ideología oficial de Estado que propugna la revolución. El lenguaje no sólo se distorsiona, se adultera y se confunde, sino que directamente se acota y se limita a los márgenes de lo “políticamente correcto”. ¿Alguien en pleno uso de sus facultades puede no llamar a esto represión del lenguaje, sin faltar a la justicia?

Se puede pensar que nos estamos contradiciendo, pues ¿Cómo podemos criticar al mismo tiempo la libertad de pensamiento y expresión y, al mismo tiempo, la existencia de cortapisas a su ejercicio? Sencillamente porque la esencia de ambas libertades es completamente diferente según si adoptamos la definición falsa o la verdadera de las mismas. No daremos una definición de diccionario, sino varios trazos que, a nuestro entender, permiten caracterizarlas con objetividad:

- La libertad rectamente entendida es la capacidad para buscar y obrar el bien. Por tanto, todo aquel atributo que pretenda acompañar al término libertad (en este caso, el pensamiento y la libertad), debe rendir honor al bien. Por tanto, sólo existe libertad para pensar y expresarse en aras al bien. Por contraste, no existe una libertad para el mal. La libertad para el mal es en sí una esclavitud, y por tanto, no puede nunca denominarse libertad. Ahora bien, puesto que, para la revolución, el término “bien” es una imposición, y la palabra “libertad” tiene una connotación negativa, es decir, se entiende no en cuanto acción hacia (el bien); sino como ausencia-de (condicionamientos, trabas, cortapisas al obrar humano), entonces la libertad no sirve ni para el bien ni para el mal; simplemente sirve por sí misma, con independencia del uso que se le dé.

- Puesto que la libertad debe estar orientada al bien, y el bien es bueno, la libertad de pensamiento y expresión tienen como límite, no los principios del sistema, como en el caso del delirio revolucionario, sino el propio bien, o sea, lo bueno: en otras palabras, la libertad de pensamiento y expresión deben reprimirse en la medida en que incita al mal, es decir, en la medida en que alteran el recto orden moral, y no en la medida en que son inconvenientes al artificial esquema de principios del sistema.

- La función de la autoridad política no es garantizar la libertad en su acepción negativa (estrictamente, no sería una acepción de la palabra libertad, porque sencillamente no es libertad), sino garantizar el bien común, que como, sabiamente, define la Doctrina Social de al Iglesia, es el conjunto de condiciones sociales que permiten a la persona en sociedad desarrollar toda su perfección.

- De aquí que afirmemos sin contradecirnos: represión a la libertad para el mal, puertas abiertas a la libertad para el bien, pues las libertades a las que nos estamos refiriendo, y para las cuales reclamamos diferente tratamiento, son completamente opuestas.


En definitiva, las libertades de pensamiento y expresión no pueden ser ilimitadas en cuanto rebasan la barrera del bien objetivo y se convierten en perniciosas. Pero donde no debe haber cortapisas es en el derecho a ejercer la libertad de pensamiento y libertad de expresión en aras al bien, es decir, la libertad para el bien. La revolución actúa perniciosamente en doble sentido, ya que al mismo tiempo que da carta blanca a la libertad para el mal, coarta la libertad para el bien, a la que considera una imposición.

Una vez más, nos hallamos ante un ejemplo del intencionado analfabetismo antropológico que pretende transmitir la revolución. Sólo pensando que el hombre es cualquier cosa se puede defender que el hombre pueda hacer cualquier cosa. Sólo negando la naturaleza humana se puede afirmar que el hombre debe construir su naturaleza. Sólo ignorando a Dios se puede decir que el hombre es dios de sí mismo. Y ya se sabe, quien construye su casa sobre barro…

miércoles, 6 de abril de 2011

HACIA UNA NUEVA CONCIENCIA: UN CAMINO REVOLUCIONARIO

Por Javier de Miguel

Hemos hablado en anteriores ocasiones de las características de los principios éticos que deben regir la “moral pública revolucionaria”, en clave de una ética de mínimos pactista y consensuada, y que no obedece a ningún criterio objetivo de bien y virtud, sino simplemente a un mínimo mantenimiento del orden social y, bajo la excusa del pluralismo de las sociedades contemporáneas, a desdibujar cualquier atisbo de inspiración de la legislación positiva en la ley natural. Esto por lo que respecta a la denominada “moral pública” o “conciencia pública”, según la cual la legislación determina cuáles son los valores sociales preeminentes en cada situación, con independencia de los criterios individuales, que son, siempre y en todo caso, opiniones que no tienen derecho a entrar en contradicción con esta moral pública.


Sin embargo, para que el engranaje revolucionario no se resienta, no sólo es necesario malear la moral pública, sino también nublar la conciencia individual para que ésta, sola o en asociación, no sea un estorbo para la plena implementación de este modelo revolucionario. Así es: tan profundo es el influjo de las ideologías revolucionarias, que han conseguido introducirse hasta lo más profundo del hombre: su conciencia, distorsionándola y tratando de crear una “conciencia nueva”, apartada de toda concepción de la misma basada en la verdad.


Las características principales de esta perversión se podrían resumir como sigue: En primer lugar, se está borrando del corazón del hombre el sentido natural del bien y del mal, que se sustituye por una ética del “no hacer daño a nadie”, lo cual inevitablemente conlleva una relativización de la moralidad de los actos, pues calificar la bondad o maldad de los mismos en función de sus consecuencias sobre los demás implica enmarcar dicha moralidad en las circunstancias concretas, de manera que un mismo acto podría ser al mismo tiempo malo o bueno en función del grado de afectación que tenga sobre el otro.


En segundo lugar, se falsea profundamente la idea de conciencia, para apelar a ella contra toda aquella ley natural que atente contra esa nueva percepción moral, autocomplaciente y relativista. Al “si no hago daño a nadie” se une el “me lo dicta mi conciencia”. Por tanto, si no hago daño a nadie y me lo dicta mi conciencia, ¿quién puede venir a decirme qué está bien y qué está mal? Cabe decir que la confusión introducida en el término “conciencia” se hace patente cuando la contrastamos con la conciencia de la que habla la doctrina de la Iglesia. Juan Pablo II dedica una parte de su encíclica “Veritatis Splendor” a tratar el tema de la conciencia. Afirma el carácter profundo y último de la misma en todo acto moral, pero deja claro que debe estar siempre enfocada a la verdad, y nunca ser utilizada partidariamente como instrumento para subjetivizar la moralidad de los actos. Asimismo, y esto es importantísimo, enfatiza el carácter culpable de la conciencia errónea que padece una ignorancia “vencible” (en la línea tradicional de la doctrina eclesiástica sobre el pecado y la salvación), es decir, que no busca sinceramente la verdad y el bien.


Por tanto, en base a lo anterior, la fundamentación moral de los actos ya no se basa en una búsqueda del bien objetivo, sino del bien “relativo” o “global”. Se trata de una moral probabilística, donde el acto se juzga moral o inmoral en función de las consecuencias que conlleva. Dichas consecuencias pueden ser en parte buenas y en parte malas, pero el balance de ambas determinará la moralidad o inmoralidad del acto. A quien este razonamiento le parezca rebuscado o absurdo, que lo aplique, por ejemplo, a quienes justifican el aborto: pocos niegan que el nonato sea un ser humano, pero el aborto se justifica en base a esta suerte de “prioridad moral” que otorga a la madre un derecho “superior” a suprimir la vida del hijo, respecto del derecho “inferior” del feto al que, en su condición “limitada” en cuanto a autonomía personal, se le rebaja su dignidad a fin de no causar “males mayores” a la madre o a la sociedad. Esto nos lleva a postulados tan absurdos como que un mismo aborto practicado sobre un mismo niño tenga la calificación de delito o no en función de si ha existido el consentimiento de la madre.


Para definir desde otro enfoque esta misma situación, podemos recurrir también al concepto “ética de la excepción”, que consiste en plantear postulados morales generales a escala teórica, pero que no son absolutos, sino que son meras orientaciones sujetas a cada situación particular. Bajo este concepto, existen multitud de actos que se quedan sin calificación moral, ya que, aunque puedan ser moralmente deleznables en función de ciertas circunstancias, si estas circunstancias no se dan, es entonces la subjetividad del individuo la que las califica. Así, muchos actos se enmarcarían en el limbo de la amoralidad, o simplemente se calificarían como buenas por un simple balance entre sus efectos positivos y negativos. Pero nuevamente estaríamos valorando la moralidad de los actos humanos por sus consecuencias, y no por los actos mismos.



Consecuentemente, sólo podríamos valorar la moralidad de nuestros actos a posteriori, en función de sus repercusiones, y por tanto, no tendríamos elementos de juicio para tomar decisiones morales. Todo sería una cuestión de “moralidad del riesgo” o “moralidad de la probabilidad”, donde el concepto de culpa moral no vendría dada por el acto en sí, sino por el cálculo de sus consecuencias. “Ética de la excepción”, “moral probabilística”, “graduación moral”… son todos ellos sucedáneos o expresiones que tienen que ver con un mismo concepto, que es la estrella de la moralidad revolucionaria: el utilitarismo moral, concepto de paternidad liberal e ilustrada, que ha impregnado la mayor parte de las capas sociales, incluso las católicas, y que ha sido acogido de buen gusto por la “progresía revolucionaria” en la medida en que liberalismo y socialismo han ido convergiendo cada vez más en términos filosóficos. Evidentemente, la única manera de salir de este círculo vicioso que nos impide calificar objetivamente el mal y el bien, es contemplar la tesis de que la verdadera moral trasciende al hombre: de que la bondad o maldad de los actos es intrínseca, y que éste se debe a una autoridad superior que es quien dicta el bien y el mal, y en virtud de la cual debe orientarse la conciencia.



Esta es la verdadera conciencia de la que habla Juan Pablo II, y que la revolución pretende trastocar y adulterar, en uno de tantos ejercicios de cambio-de-concepto sin cambio-de-terminología (a esto dedicamos también un artículo anteriormente) que tanto agradan, por sus brillantes resultados, a las ideologías revolucionarias. Quien piense que la superación de la conciencia llamada “tradicional” y su transformación en una conciencia “creativa” (de nuevo adopto la terminología de la Veritatis Splendor) le libera y le hace más autónomo y más feliz, no sólo no toma ese camino, sino que en realidad toma el opuesto, convirtiéndose en un esclavo, en primer lugar de si mismo, y en segundo lugar, de quienes le han sugerido esa ideología. Superación: ésa es la palabra clave que embauca y embelesa las mentes revolucionarias, y su principal instrumento de propaganda masiva. Pero existe un problema: el bien nunca puede ser superado, pues está escrito que la luz prevalecerá sobre las tinieblas. Quien haya perseverado en el bien será quien encuentre la luz en su vida: todo lo que no sea luz, es tiniebla, y todo lo que no sea verdad, es mentira. Dejémonos, pues, guiar por la luz, que es la que nos conduce a la verdad, y ésta, a la auténtica libertad y felicidad a la que el ser humando está destinado, y que es lo único que le realiza plenamente.

miércoles, 30 de marzo de 2011

LA REVOLUCIÓN Y LA LÓGICA DE LO ILÓGICO

Por Javier de Miguel
Si en algo ha cosechado pleno éxito la revolución, ha sido en la inmensa ignorancia sustancial sobre el hombre que ha sembrado y sigue sembrando con total impunidad. Aspectos tan ilógicos como hacer ver al hombre que su libertad es infinita, que todo se acaba cuando dejamos de respirar, que el hombre vive en el mundo por puro azar, o que la única esperanza consiste en los bienes terrenos, forman parte de ese conglomerado que ellos denominan “hombre nuevo”. Todo ese razonamiento, pese a partir de terribles falacias, tiene una lógica tan aplastante como realista y aterradora, para entender la cual no hay más remedio que aguantar la respiración y asumir, por unos momentos, toda esa sarta de premisas falsas.

La asignatura estrella de las ideologías revolucionarias es la libertad. La libertad que propugnan se basa en la ausencia de cualquier limitación de índole técnica, física o moral para la actuación del ser humano. Es más, establecen que la felicidad humana se gradúa en función de su capacidad de librarse de esas barreras. El planteamiento de la libertad así definida no puede ser más absurdo: sin embargo, es precisamente el resultado de asumir esta ilógica lo que nos permite explicar la lógica de los comportamientos humanos así entendidos.

La primera y principal consecuencia es la despersonalización, que afecta a muchos ámbitos: el actuar humano se convierte en mera pulsión animal, ignorante del otro, utilitarista y egoísta. Ello se traduce en una decreciente capacidad de compromiso con el otro, que se refleja, entre otros, en la creciente ratio de fracasos matrimoniales, y también en una mayor inestabilidad y superficialidad de las relaciones humanas en general: crece el invidualismo, y por tanto, el aislamiento, y la dificultad para darse al otro. El grado de conflictividad social se dispara, y con él los esfuerzos que debe hacer la justicia para mantener el orden. Es, por tanto, el “querer por querer” lo que vacía profundamente al hombre, al negar su naturaleza social, y ser un deseo permanentemente insatisfecho por las limitaciones que hemos comentado. Por tanto, si la libertad así entendida es una utopía, también lo es la felicidad que han pretendido graduar en base a esa libertad.

Otra de las protagonistas (por su ausencia) de la ilógica revolucionaria es la muerte. Se sabe que nos llegará a todos, pero se ha convertido en uno de los temas más obscenos que uno puede sacar a colación en una conversación, resultando ofensiva su sola mención, y repugnantemente indiferente tratar de introducir cualquier cosa que pueda referirse a un “después” de la muerte. La ilógica general asume que todo termina con la muerte, sin ni tan siquiera contemplar la posibilidad de que no sea así. Algo muy parecido ocurre con Dios, donde además se da una insólita asimetría de pensamiento: a quienes pretendemos demostrar la existencia de Dios mediante la razón, se nos exige aportar pruebas empíricas, cuya ausencia significa la refutación fulminante de nuestra tesis; sin embargo, quienes defienden la no-existencia de Dios, lo imponen como dogma, sin que les sea exigido aportar ninguna prueba, ya sea científica, ni mucho menos por la vía de la razón. Así, la gran falacia revolucionaria en este aspecto consiste en que son aquellos que no tienen nada que decir ni demostrar los que ponen las reglas del juego del debate acerca de Dios. De esa manera, los conceptos de Dios y la muerte quedan revestidos de tal misterio que acaban por ser omitidos, y asumida la tesis de que toda la existencia mundana es fruto del azar (recordemos: para la revolución, la clave no está en demostrar las cosas, sino en hacerlas asumir). Tan aberrante ilógica, tiene, como todo, sus consecuencias lógicas: la primera y principal es el materialismo. Puesto que asumimos la tesis (indemostrada y absurda, pero la asumimos) de que la existencia terrena es principio y fin del hombre (“venimos de la Tierra y vamos a la Tierra”, propugna el movimiento “New Age, cuyo dios es la propia Tierra -gea-), entonces la existencia se convierte en una carrera contrarreloj para conseguir todos aquellos bienes que consideramos que más nos van a satisfacer: dinero, poder, placer, búsqueda de nuevas experiencias.

Son, sin duda, instrumentos para disfrazar el enorme pesimismo inconsciente que entraña el creerse pura materia que será bio-degradada en unos años, que además no se sabe cuántos serán. Desde esta perspectiva, el hedonismo se convierte en el referente moral de las personas: cualquier cosa que implique molestia, ya sea física o psicológica, debe ser eliminado, incluso a costa del otro (porque, recordemos, el hedonismo va de la mano de la libertad desbocada que hemos expuesto en el párrafo anterior).

El problema es que, como lo material es insatisfactorio en esencia, la frustración se convierte en un sentimiento permanente de quien fija su esperanza en las cosas terrenas. En este sentido, el materialismo actúa como una droga: proporciona una felicidad efímera seguida de sentimientos de culpa y depresión, pero al mismo tiempo necesita cada vez dosis mayores. Al conjunto de todos estos pensamientos y maneras de actuar se le denomina genéricamente (pero definiendo a la vez un concepto muy claro) inmanentismo: éste es el leit motiv de la revolución: el pensamiento único acerca de lo terreno, la omisión de lo ultra-mundano y, en definitiva, la vida encerrada en una cáscara donde se corre una carrera contrarreloj por alcanzar metas utópicas que, además, degradan al hombre y lo rebajan a su categoría más primaria.

Si recapitulamos, nos daremos cuenta de que el panorama que plantea esta lógica-ilógica es desolador: una libertad infinita que nunca puede ser alcanzada, una ambición de bienes terrenos que nunca acaba por satisfacer plenamente, una búsqueda del placer permanente que tampoco puede jamás realizarse, etc. Dicho de otra manera, los ideales inmanentistas son todos ellos irrealizables. En este sentido, existió, en mi opinión, uno de los mejores lógicos de la ilógica (la alabanza es irónica, por supuesto), que fue Arthur Schopenhauer, el cual postulaba que, ante la ausencia de finalidad alguna en el Universo, y el carácter despiadado de la realidad, la muerte era la única liberación: el suicidio como huída. Y desde luego, tiene toda la lógica del mundo, si asumimos las tesis anteriores, por eso me parece un perfecto lógico de la ilógica. Y por supuesto, cualquier persona que parta de estos principios y conserve alguna neurona libre de la radiactividad revolucionaria, llegará a esta misma conclusión (cada vez más gente lo está haciendo, ¿por qué se habla tanto de la mortalidad de los jóvenes en la carretera y tan poco su tasa de suicidios, que ya ha superado a la primera?).

Cuán diferente es, sin embargo, la lógica cristiana: el hombre viene de Dios y su vocación es volver a Dios, para lo cual debe transcurrir su vida terrena en el horizonte de la imitación de Cristo y la vida de santidad, utilizando el precioso don de la libertad orientado al bien, con la esperanza puesta en que las dificultades de la vida terrena son sólo parte del viaje cuyo destino es compartir la Gloria eterna de Dios, que ya se nos anticipa en vida a través de la Gracia Santificante.

Como siempre, sólo la verdad y nada más que la verdad es lo que realiza plenamente al hombre: porque la verdad, a diferencia de la mentira revolucionaria, existe y es alcanzable, y en ella se materializan las aspiraciones más profundas de la naturaleza humana.

miércoles, 26 de enero de 2011

REVOLUCIÓN, ÉTICA CÍVICA Y PERSONALISMO

Por Javier de Miguel

Lo que viene a continuación es consecuencia directa del principio etsi Deus non daretur que analizamos con anterioridad. Asimismo tiene que ver con la fundamentación de la moral en la vida pública, y se refiere a la manera revolucionaria de organizar una sociedad “civilizada” una vez se ha apartado la trascendencia de las conciencias de los individuos. El objetivo primordial, a esta altura, es configurar un orden moral que pueda ser aceptado a nivel social por el conjunto de la ciudadanía, para lo cual la herramienta básica sería el consenso, por forzado que éste sea. Y si no es aceptado, al menos, ha de ser asumido y cumplido.

Vaya por delante que esta aspiración de diseño de una moral pública parte de dos premisas: la primera, que niega que la moral privada tenga una proyección viable en la vida pública, pues asume que pueden existir tantas morales como personas, y por tanto, de salida, niega la existencia de una moral objetiva, trasladando el debate al establecimiento de una moral ya no objetiva, sino que simplemente funcione en el ámbito práctico; la segunda, que hace suyo el principio rousseauniano del contrato social, y por tanto, de la perspectiva jurídica, y no natural, de la sociedad civil: es por eso que es necesaria una moral civil, una moral de consenso, que todos asuman sin excepción, incluso aunque para ello deban abandonar forzosamente sus convicciones privadas.

En toda esta concepción mecanicista de la sociedad, es el Estado-leviatán hobbesiano quien se encarga de custodiar el cumplimiento de esa ética cívica, educando a los ciudadanos en los valores (ya no virtudes) que se desea fomentar, y en los anti-valores (ya no vicios o males) que se quiere evitar. Huelga decir que este Estado-policía depende de los votos de sus súbditos para subsistir, y por tanto, tiene dos alternativas para controlar el cumplimiento de estas “normas”; o bien los impone con la mayor suavidad posible y con palabras lo más genéricas y suaves al oído que sea posible, o bien articula un entramado de manipulación de la opinión pública llamado “corrección política”, que alinea el pensamiento de las masas con los postulados de sus gobernantes, evitando así fricciones que puedan desgastar el poder de éstos últimos. En la práctica, el sistema suele ser mixto: el primero se emplea mientras se pretende redirigir la opinión pública, y una vez conseguido, se implanta espontáneamente una especie de “control social” que refuerza sus postulados. Es este control social el encargado de marginar bautizando con los calificativos más peregrinos a quienes no comulgan con los dogmas de esta ética social.

Esta visión de la ética tiene implicaciones que pretenden justificarse bajo el paraguas de las sociedades llamadas post-industriales, que se caracterizan por la pluralidad o la globalización, lo cual, y siempre según ellos, supone que la ética debe amoldarse a estas nuevas realidades, pero no de una manera absoluta, sino a través de la denominada ética de mínimos. Se trata de una ética que no busca la virtud, sino que entiende la socialización como un mal necesario, y solamente aspira a la convivencia no-violenta entre los individuos, y defiende postulados tan cochambrosos como el de “mi libertad acaba donde empieza la tuya”, que parte de la base de que la libertad consiste en la posibilidad de hacer todo lo que a uno le place, con la única limitación de “la libertad del otro” (lo cual convierte al otro en un estorbo para el ejercicio de mi libertad, con la consecuente tendencia al individualismo). Es, por otro lado, una ética que proyecta una visión del hombre extraordinariamente mediocre y pesimista, pues asume que la convivencia pacífica consiste únicamente en un pacto de no-agresión entre los miembros de la sociedad, fundado en unos principios tan vaporosos que convierten la vida de la humanidad en un equilibrio fragilísimo, en una especie de guerra fría de todos contra todos, una torre de naipes al borde de un precipicio.

Por supuesto, esta ética de mínimos excluye de la vida pública el fenómeno religioso, pues, ¿cómo iba a ser posible conciliar tan amplia variedad de creencias, pseudo-creencias y no-creencias sin caer en la discriminación hacia algún o algunos grupos sociales? Por eso la solución que se propone es vaciar al hombre de su dimensión trascendente, “discriminando” así al 100% de la humanidad, que es el porcentaje de quienes tienen inscrita en su corazón dicha dimensión, e instaurando así un sistema de ateísmo práctico que nadie demanda y que en nada responde a la naturaleza humana. Se va fraguando así el concepto de ciudadano, artificio administrativo como tantos otros, y que consiste en insuflar en una supuesta tabla rasa una serie de principios, rasos también, que deriven en una homogeneidad, porque recordemos que, para la revolución, la clave de la convivencia no es la diversidad que tanto idolatran, sino precisamente lo contrario: la homogeneización, la uniformidad y la no-diferenciación, sobre todo en la medida que ellas permiten orientar a la sociedad hacia sus fines.

Esta influencia revolucionaria de la moral ha inundado de tal manera el mundo intelectual, que incluso desde ámbitos culturalmente cristianos ha sido vista con buenos ojos, incluso fomentada, en una versión más ligera en su carga ideológica, pero igualmente errónea por cuanto confunde la naturaleza del hombre y la idiosincrasia de la sociedad natural. Esta corriente, sintetizada a menudo bajo el denominador de personalismo, fue defendida a mediados del siglo XX por algunos filósofos de formación cristiana como Emanuel Mounier o Jacques Maritain, coincidiendo precisamente con el debate que se abrió tras la Segunda Guerra Mundial sobre la necesidad de fijar criterios morales válidos y respetados universalmente. El personalismo es menos desechable que el liberalismo o el socialismo, en tanto que reconoce una dignidad propia de la persona en tanto que ser que trasciende lo material, y por tanto aspira a enfocar toda la vida social y política entorno a la persona entendida como ser a la vez material y espiritual. Pero el personalismo yerra básicamente al pensar que la antropología cristiana y liberal pueden convivir armónicamente, para lo cual sería necesaria una ética heredada de la cultura judeocristiana, pero privada de fundamento último. Es, pues, una doctrina condenable, no tanto por su mala fe, como por su antropología desviada.

Estamos, pues, ante un pacto tácito que se ha hecho desde los sectores más conservadores de la sociedad con determinados aspectos de las ideologías revolucionarias, pero es un pacto asimétrico: la revolución no ha dado un solo paso atrás en sus aspiraciones, mientras que quienes han dimitido de sus convicciones son muchos de aquellos quienes deberían, por autoridad moral, combatirles y contra-argumentar sus aberraciones.

En definitiva, la ética agnóstica o atea propia de las ideologías revolucionarias, lejos de buscar el bien del individuo y de la sociedad, se conforma con tejer un entramado de prejuicios y falacias de suma fragilidad intelectual, y es sobre éstas bases que la sociedad civil se asienta. Porque sólo con bases caducas e inestables se puede poner en práctica la ingeniería social revolucionaria en una especie de mecánica ensayo-error en la construcción de ese hombre nuevo, feliz en apariencia, habitante de un paraíso terrenal, abstraído en su propia contemplación, dejado a sus apetencias sensoriales y totalmente reducido a su más primaria animalidad, que sólo el Estado y sus imposiciones puede atenuar para salvaguardar un mínimo orden. Es, sin duda, un panorama dantesco que no puede acabar bien.