lunes, 9 de agosto de 2010

REVOLUCIÓN, NACIONALISMO Y PATRIOTISMO

Por Javier de Miguel

¿Qué tiene de bueno o malo la unidad de España? ¿Para qué sirve la patria? ¿no es acaso un convencionalismo que puede alterarse al antojo de las circunstancias históricas? ¿no es acaso un valor amoral? ¿el fruto de un pacto? ¿por qué el empeño de algunos en mantener a España unida? ¿por qué el de otros en separarla? ¿acaso no es indistinto para la nación adoptar una forma política u otra?.

Estas preguntas asaltan con frecuencia a muchas personas, que piensan que es suficiente con que en un país haya justicia social, paz y prosperidad, y que por tanto, la organización del Estado es indiferente a todo ello, pues no expresa nada ni contribuye en nada a la consecución de esos loables objetivos, pero que ignoran los mismos sólo se llevan a buen término bajo el paraguas de unos valores y tradiciones comunes.

España está acostumbrada históricamente a convivir unida: unida no sólo conservó su soberanía, sino que construyó el imperio más extenso de la Tierra durante varios siglos, se mantuvo fiel a su herencia cristiana pese a la tiranía islámica, fue pionera de la cultura europea en el medioevo, y en definitiva cimentó su sociedad en los valores inspirados por el Evangelio desde que se abrazara oficialmente el cristianismo allá por el año 589 (Concilio de Toledo). Estos y otros similares, son motivos más que suficientes para poder decir alto y claro que España existe como unidad, y que esa unidad debe ser respetada y apreciada, y que merece una defensa feroz e incondicional frente a los cada vez más abundantes ataques externos que sufre.

Por este motivo, podemos entender el interés de las fuerzas revolucionarias, en su afán por dinamitar toda tradición y continuidad histórica, sobre todo por lo que a tradición moral y religiosa se refiere, en debilitar el concepto de patria y ridiculizar su significado, menospreciar el papel del Ejército, ningunear a la bandera y escatimar el uso de la palabra España, sutilmente sustituida por expresiones como “este país”, “el país”, etc. Así, bajo un falaz internacionalismo de raíz marxista, y amparada en el pretexto de la globalización, lo que la revolución pretende es diluir el concepto de nación y diluir así la personalidad y tradición propias de las mismas, para dejar impunes sus procesos de ingeniería social totalitaria.

Uno de los ataques más frecuentes padecidos contra la patria y el sentimiento patriótico en España consiste en identificar calculadamente estos sentimientos de pertenencia con un nacionalismo en sentido paranoico y despectivo. Y creo que, respecto al concepto de nacionalismo, conviene hacer un distingo. Cabe separar aquel nacionalismo que defiende sana y justamente la unidad e identidad de una nación determinada, en base a unos fundamentos históricos, pero que, manteniendo sus ideales y principios, no renuncia a levantar la cabeza, mirar hacia fuera, relacionarse con el mundo de igual a igual, y aprender de otros aquello que más conviene para el desarrollo y el bien común de su sociedad, y que podríamos distinguir con la denominación, por otro lado no nueva, de “patriotismo”; y por otro lado, existe aquel nacionalismo diseñado políticamente para alimentar el revuelo de las masas, el odio hacia lo foráneo, que solamente se mira el ombligo, que prefiere “sus cosas”, aunque sean negativas, sólo porque son suyas, y que se comporta tiránicamente con aquellos que no comulgan con su retahíla de absurdas y artificiales imposiciones. Es aquel nacionalismo que, de la noche a la mañana, propugna que hay que odiar al vecino porque es diferente a mí. Huelga decir que este segundo nacionalismo, a diferencia del primero, no sólo no tiene sentido, sino que es un caldo de cultivo de derrumbamiento social y de fracaso colectivo. Y hay que aclarar que la distinción entre ambos no depende de que uno sea más “moderado” o “radical”, sino que uno, el primero, parte de una realidad histórica constatable, mientras que el segundo es un movimiento populista y anárquico, y tiene como bandera la agitación social y la instrumentalización política. Por tanto, insisto, a patriotismo y nacionalismo no les distingue su intensidad, sino su objetivo y legitimidad. Por supuesto, las ideologías revolucionarias sólo tienen inquina al patriotismo, que es que le resulta peligroso, ya que el segundo tipo de nacionalismo no le resulta amenazante, puesto que es suicida por definición, resultanso incluso un buen aliado circunstancial.

El concepto de nación también sufre ataques a nivel supranacional: el concepto “Europa” representa una de las armas más poderosas de que la revolución dispone para lograr sus objetivos. Vaya por delante que no debemos engañarnos: Europa podrá llegar a ser, en mayor o menor medida, una unidad económica, pero jamás será una unidad política, porque comprende un conglomerado tan sumamente heterogéneo de tradiciones, historias e idiosincrasias, que repele al intelecto su consideración como un todo. Y para más escándalo, no sólo se incide en lo que nos diferencia, sino que se omite aquello que Europa sí tiene en común, como es la religión cristiana (el interés por integrar a Turquía, así como la ausencia de mención alguna a la tradición cristiana de Europa, son las muestras más significativas sobre el papel). Por tanto, se pretende construir Europa creando una unidad artificial, una tabla rasa donde los ingenieros sociales de la revolución puedan sentirse a sus anchas diseñando nuevos “valores” como el laicismo o la benevolencia y el buenismo hacia el avance de la cultura islámica en el continente. Todos ellos, anti-valores destructivos para el bien común, y adalides de la revolución a nivel continental. Insisto, la perversidad de todo este movimiento es que, haciendo ver que unen, desunen, y haciendo ver que fortalecen, debilitan. Por eso llegan a pasar desapercibidos, e incluso reciben el aplauso de muchos.

Volviendo al caso de España, es innegable, y los hechos lo demuestran, que se ha claudicado miserablemente desde hace ya décadas frente a los dos enemigos de la patria: por un lado, los independentismos, encarnados en el nacionalismo del segundo tipo antes mencionado, y amparados en una supuesta pluralidad que se centra en lo local y olvida intencionadamente el acervo común que esa pluralidad tiene; y por otro lado, el socialismo y su calculada flojera patriótica, ansioso por dinamitar todo aquello que representa un freno a sus ambiciones totalitarias. Ambos no sólo obtuvieron carta de ciudadanía gracias a la Transición, sino que incluso han llegado a alcanzar un estatus de superioridad moral respecto a las fuerzas políticas que han defendido rectamente la continuidad en la unidad política, social y cultural de España.

Una sociedad sin patria, sin historia, sin pasado, es una sociedad desorientada, manipulable, cerril y anquilosada. Por eso, si en artículos precedentes hablamos de alianza diabólica entre liberalismo y socialismo, de la misma manera podemos afirmar sin miedo a errar que, dentro del lupanar ideológico que representa la revolución, el nacionalismo destructivo es, y en especial en el caso de España, otro gran aliado del neo-socialismo para acabar con aquellos valores y principios que han inspirado a España en su quehacer político y social, a lo largo de siglos, con el único fin de instaurar su régimen nihilista y alienante, del cual el socialismo es nudo propietario, y el nacionalismo perverso, usufructuario. Una inversión hasta ahora rentable para ambos, y contra la que sólo se puede empezar a luchar desde la re-inculturación y el ahondamiento en aquello que se quiere destruir: el valor moral de la patria.

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