sábado, 4 de junio de 2016

¿EL HUEVO O LA GALLINA?


Por Javier de Miguel.

Hay que reconocerlo: desde que la Iglesia fue apeada por la fuerza de su papel de luz del orden social, y desde que la Iglesia apeó de su propio seno la idea de la realeza social de Jesucristo como realidad tangible y verosímil, la propia Iglesia anda como pollo sin cabeza tratando de dar la vuelta a la depravación moral que cada vez con más fuerza atiza a las sociedades occidentales, así como al desvío doctrinal que devora muchas de sus instancias.

Ante este escenario, según algunos, absolutamente inédito en los dos milenios de la historia de la Iglesia, abundan las propuestas innovadoras, supuestamente adaptadas a “los signos de los tiempos”. Por ejemplo, desde los entornos conservadores se defiende que el Evangelio debe inculturarse esencialmente y prácticamente en exclusiva a través del testimonio de los cristianos ante el mundo: el cristiano debe estar lo más imbuido en el mundo, y ocupar puestos de relevancia para influir con su pensamiento en la opinión pública y sacudir las conciencias, a fin de que, poco a poco y por este método, la sociedad vaya re-encaminándose, y con ella, las demandas sociales que desemboquen democráticamente en nuevas legislaciones más acordes con la moral y la razón natural.

Parte de esta estrategia consiste en servirse de aquellos aspectos de la modernidad que se consideran buenos o moralmente neutrales, para emplearlos como brazo de palanca de la gigantesca sartén cuya tortilla se pretende voltear. Habría que aspirar, pues, a una “sana democracia”; un “sano capitalismo”, una “sana laicidad”, donde realmente la moral cristiana tendría cabida y sería posible un vuelco. Las estructuras no serían el problema, sino tan sólo el uso que de ellas se hace. Todo es cristianizable, todo es “bautizable”.

De paso, estos sectores, aprovechan para reivindicar una mínima intervención estatal, bajo el pretexto de que un Estado pervertido debe intervenir lo mínimo en la vida de las personas, lo cual es cierto, pero sólo totalmente cierto si partimos de la base de que no puede aspirarse más que a un Estado pervertido. No obstante, piensan que cuando la sociedad cambie su paradigma, también la legislación lo cambiará, llegándose a ese ideal poco menos que fantasmagórico: contra la degeneración del sistema político, “sana democracia”; contra la explotación laboral y la avaricia, “sano capitalismo”, contra el laicismo radical y la persecución de lo religioso, “sana laicidad”. La Iglesia habría, por fin, encontrado su sitio y su  hábitat adecuado en el mundo moderno.


Pues no. No hay sana democracia porque la democracia lleva ínsita la degeneración del sistema político; no hay sano capitalismo porque la explotación laboral y la avaricia son las bases del capitalismo; y no hay sana laicidad, porque el afán por separar estancamente las esferas civil y religiosa es la raíz del laicismo radical y la persecución religiosa. Y ni este concepto de sana democracia prevé el abandono total del principio democrático como fundamento del orden social; ni el concepto de sano capitalismo prevé el abandono de las tesis liberales; ni el concepto de sana laicidad prevé que la Iglesia sea la luz de los Estados.

Esta corriente se opone a toda transpiración política de la cosmovisión cristiana, calificándola de clerical, y considera que son exclusivamente los cristianos, al margen de toda organización política confesional, quienes deben ejercer el papel de “santa levadura” en una sociedad laica, bendecida por ellos como tal, con la base de la simple libertad de predicación, sin renunciar a las bases liberales de la misma.

Pero más allá de la teoría, hay además una evidencia práctica demoledora: pensar que el mero empuje de unos cuantos bienintencionados católicos es suficiente para vencer la enquistada jerarquía partitocrática, plutocrática y oligárquica es poco menos que una utopía: quien piense diferente, directamente será eliminado del mapa, con el amparo de la ley, o sin él. Lo cual no quiere decir en absoluto que el testimonio, individual o colectivo, de los cristianos, carezca de valor. El mejor predicador es Fray ejemplo, pero esto también se aplica a las instituciones políticas. Quien cree que todo ha de venir de la sociedad civil ignora o desprecia el papel de la política en la ordenación de la sociedad al bien común, manifestando un liberalismo más o menos larvado.


Coloquialmente, cuando de entre dos hechos, no se distingue con claridad cuál es causa del otro, se dice que no se sabe  qué es primero, si el huevo o la gallina. Aquí la cuestión sería similar: ¿qué es primero, la “santa levadura”, o el “santo horno” que haga fermentar esa levadura? Desde luego, y en la práctica, ninguno de los dos puede prescindir del otro. Pero también desde el punto de vista de la teoría política cristiana clásica, se nos avisa de que una sociedad difícilmente puede convertirse mientras subsista una la estructura de pecado de dimensiones tan desproporcionadas como ocurre en la actualidad. En otras palabras, mientras la legislación emanada del Parlamento partitocrático pisotee la razón y la ley natural con el consenso general; mientras el Estado siga regando con subvenciones los lobbys y medios de comunicación difusores de causas inmorales; mientras la educación estatalizada siga siendo un catalizador de la inmoralidad; mientras se niegue desde las instituciones el valor sagrado de la familia y se legisle para su destrucción; mientras se relegue el hecho religioso al ámbito de las alcobas y las sacristías; mientras se impida al creyente ejercer su profesión y vivir civilmente en plena coherencia con su fe; mientras se arrincone la autoridad moral de la Iglesia; mientras se fomente el consumismo y materialismo capitalistas….. la santa levadura seguirá siendo eso mismo: levadura, pero estéril, porque le faltará su reactivo: el “santo horno”, que es la envoltura que ha de generar las condiciones para que la levadura fermente. 

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