miércoles, 28 de junio de 2017

NEOLIBERALISMO Y SOCIALISMO, CARTERA Y BRAGUETA CON UNA MISMA FINALIDAD: LA DEMOLICIÓN DEL ORDEN SOCIAL

Javier de Miguel

Con frecuencia se habla, de que los sistemas económicos, especialmente los de la Europa continental, son capitalistas en la producción, y socialistas en la distribución. Esta afirmación, que encierra una paradoja aparente, por otro lado, muy estética, insinúa una realidad escandalosa: el socialismo necesita del capitalismo para vivir. Es decir, ya no es sólo que el socialismo sea reacción, justa en sus motivos, pero errada en su construcción teorética y tanto o más en su aplicación práctica, al materialismo ateo liberal, tal como repitió en numerosas ocasiones la Doctrina Social de la Iglesia, en especial Pío XI, que contempló el derrumbe de la estructura liberal clásica al tiempo que la maduración del socialismo real. A mayor abundamiento, los hechos nos muestran que el modelo de “Estado social” o “Estado del Bienestar”, de raíz socialdemócrata derivada de un iusnaturalismo racionalista hipertrofiado, que se encuentra en continuo avance hacia la satisfacción, no ya de los derechos considerados por el liberal clásico como “fundamentales” (básicamente la vida y la propiedad), sino de derechos considerados de “n” generación (he perdido la cuenta de las generaciones de “derechos” que van apareciendo), que no son más que burdas complacencias de la concupiscencia desbordada por el abandono de la moralidad pública y privada, necesita como cómplice las políticas neoliberales.

Ésta, que parece enrevesada, es la tesis. La motivación de la misma, sin embargo, es bastante más sencilla. La proliferación de falsos derechos que se cargan a lomos del llamado “Estado asistencial” (la diversidad sexual, el aborto, la eutanasia, o el derecho a ser padres, entre otras muchas aberraciones), tienen lógicamente un coste, que debe ser financiado, y lo será fundamentalmente mediante la política fiscal, primera y principal fuente de ingresos del Estado. La cuestión es: el ritmo de crecimiento insaciable de nuevos y absurdos “derechos”, y la presunción de que debe ser el Estado quien los tutele, ha dejado de ser proporcional al ritmo de creación de riqueza (el intento de reducir esta desproporción en las últimas décadas ha tenido como resultado el endeudamiento masivo y el cuasi-colapso del propio sistema prestacional del Estado, y ha sido una causa no desdeñable del crash que durante más de una década seguimos sufriendo), y por tanto, para evitar revueltas sociales de índole incalculable como resultado del reconocimiento de dicha incapacidad pública para satisfacer las pretensiones, muchas de ellas concupiscentes e inmorales, de la sociedad, es necesario asegurar al máximo una tendencia positiva en la recaudación fiscal.

¿Y cómo se hace esto? (o cómo se ha estado haciendo hasta ahora): sencillamente aplicando medida económicas de corte neoliberal, especialmente aquellas que obscenamente se denominan por los liberales “ de flexibilización del mercado laboral”, teoría que curiosamente tiende a traducirse en una precarización sistemática de las condiciones laborales de los trabajadores. De esa manera, se incrementan los beneficios de las grandes corporaciones (que son las que más cantidad de puestos de trabajo atesoran), y se puede seguir sosteniendo con sus impuestos esa orgía de pretensiones vomitivas. Al tiempo, el incremento de los beneficios empresariales permite suavizar su marco fiscal, atrayendo así inversión exterior, y realimentando la recaudación.

Esto por un lado. Por otro, la estrategia consiste en tensionar, al límite pero progresivamente, es decir, sin que se note mucho, las prestaciones clásicas del Estado social (básicamente, sanidad, educación y pensiones), con la maquiavélica idea de que el ciudadano valorará más las nuevas “prestaciones” por el mero hecho de ser nuevas y de generar placeres más deleznables. Hablando en plata: que para que usted, trabajador de a pie, pueda hacer  de su bragueta el uso que le plazca, a expensas del Estado, debe pagar el precio de trabajar más por menos, y que se le pueda despedir más barato, renunciar a una parte de su jubilación pública, o hacer más colas en su centro de salud público. En definitiva, hipotecar su salud y su futuro material y moral, por la complacencia de los “servicios” gestionados por un Estado que se ha convertido en un negocio de proxenetismo social de ingentes dimensiones. En definitiva: un Estado de billetera en la derecha y bragueta que la propia billetera ha colocado en la izquierda.

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