martes, 8 de diciembre de 2009

REVOLUCIÓN, ECONOMÍA Y ALGO DE MEDIO AMBIENTE

Por Javier de Miguel.


Sinceramente, ya tenía ganas de tocar uno de los temas que, por formación académica, más cercanos me son. Pero mi intención no es entrar en teorías económicas, sino razonar la vinculación entre el desarrollo de la economía posmoderna y las ideologías revolucionarias.

A diferencia de otros campos, como la política o la educación, puede parecer que, en pleno siglo XXI, y sin perjuicio de sus variedades doctrinales, la economía es una de las ciencias menos dadas a la manipulación y a la demagogia partidista, ya que, al margen de su juventud como ciencia y sus vaivenes de siglos pasados, la sociedad occidental posmoderna parece haber conciliado casi todas las variantes de la teoría económica en un ramillete común, uno de cuyos principales postulados reza, sin entrar por el momento en detalle, que “el crecimiento económico es bueno”.

Nada se le puede achacar a la ciencia económica porque hable solamente de crecimiento económico, pues es éste y no otro su cometido fundamental. El problema surge cuando se quiere tomar la parte por el todo, y se “economizan” aspectos y vertientes sociales de dimensión más amplia que la puramente económica. Y, de hecho, mi objetivo se centra más en explicar por qué interesa centralizar lo humano en lo económico, y por tanto, aseverar que lo importante es que el crecimiento sea económico y solo económico.

Si por algo la desastrosa situación de la economía mundial (la cual sólo tiene visos de seguir empeorando a corto y medio plazo), y la manera en que este desastre se ha hecho patente, de forma rotunda y despiadada, puede tener alguna consecuencia positiva (yo creo que las tiene, y muchas) es porque nos lleve a plantearnos preguntas que dejen al aire las muchas de las contradicciones de un sistema que ha servido al bien y al mal casi a partes iguales.

Antes de hablar del cómo-están-las-cosas ahora, me gustaría hablar del cómo-era-antes. Y lo que voy a decir ahora vale a nivel local, regional, nacional o global. La historia es: érase una vez un sistema económico que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, evolucionó (o lo hicieron evolucionar) hacia un modelo donde el crecimiento de la demanda era el objetivo prioritario, donde la idea era introducir mano de obra a capazos en el mercado, a fin de inundarlo de bienes y servicios que sirvieran a las masas como objeto de consumo, algo que era posible gracias a las remuneraciones que de dichos trabajos obtenían esas masas. El mundo crecía y crecía, y las gentes y los gobernantes aplaudían con las orejas ante la explosión de prosperidad que inundaba los hogares que apenas veinte años atrás no tenían un plato de sopa caliente que poner sobre la mesa. Había surgido la clase media, punto de equilibrio y de distensión de la clásica disputa entre “ricos” y “pobres”, y que serviría para mantener las ideas marxistas fuera del Occidente europeo y ultramarino.

Clase media era sinónimo de: emolumentos decentes, familia mínimamente instruida por los neonatos sistemas educativos públicos, y en general con una calidad de vida más que razonable sostenida por los servicios de un Estado solvente y en continuo crecimiento gracias a los crecientes ingresos proporcionados por un sistema fiscal en expansión alimentado por las también crecientes rentas, etc.

Es en este contexto donde a los estudiosos del tema se les ocurre que hay que explotar un recurso hasta entonces ocioso, al menos desde la óptica de la técnica económica: la mano de obra femenina remunerada. Hasta aquí todo precioso: de momento, no entro en valoraciones, me limito a describir.

El caso es que, de manera asombrosamente casual, simultáneamente al crecimiento económico y demográfico, crecían entre la sociedad muchas de las ideas, germinadas en el siglo XIX, y concienzudamente cultivadas en el XX, que iba a dar lugar a la deriva moral y social que hoy padecemos.

Y la clave surge fundamentalmente del hecho de que, el incremento de la población activa dio lugar a un mayor número de individuos económicamente independientes. Era el momento de que las ideologías feministas radicales y de género y demás ideologías sesentayochistas de luchas de sexos y de generaciones, se sirvieran del contexto económico del momento como catalizador de sus sistemáticas deformaciones de la naturaleza humana y social. Al mismo tiempo, la prosperidad, que libraba a las neuronas familiares de la pesada carga de discurrir cómo llenar la despensa familiar cada día, carga sustituida por la seguridad de un empleo remunerado cada vez más protegido y con vacaciones y bajas pagadas, dio lugar al nacimiento del ocio masivo. Por primera vez en la historia, la mayoría de la población no tenía que pensar únicamente en trabajar para llevar las lentejas a casa, sino que, además de eso, podía plantearse viajar, ir al cine, leer la prensa cada día, escuchar campañas electorales, etc. Y eso, que está muy bien, era al mismo tiempo, caldo de cultivo para ideologías revolucionarias.

Más de 50 años después, la situación hoy se podría definir como pre-catastrófica. En lo económico, por un lado, mientras gobiernos y lobbies se flagelan por cómo el medio ambiente ha entrado en fase apocalíptica, los mandamases de las principales economías se vuelven locos por inyectar astronómicas cantidades de recursos al sistema para intentar volver “a lo de antes”, que es lo que se supone que ha llevado a esta situación supuestamente insostenible. Que esas medidas tengan o no éxito (que no lo tendrán) es secundario. Lo importante es la contradicción que subyace en ellos. Y la contradicción no es que sea plantearse otra manera de hacer las cosas, sino el motivo por el que se plantea ese nuevo modus vivendi: se trata de apretarse el cinturón, de contaminar menos, de ser más responsables, pero ¡ojo! Sin renunciar a las vacaciones en el Caribe, los vehículos de infinita cilindrada y las casitas en la playa. Y esta cuadratura del círculo se resuelve, entre otras, a través del control de la población. Es decir, no se trata de contaminar menos por persona, sino de que haya menos personas que contaminen.

El estrambótico dogma demográfico es ridículo en sí mismo, de no ser porque bajo el trasfondo humanitario (recordemos que el aborto y la eutanasia también son, para los revolucionarios, una cuestión humanitaria) se esconden otros intereses que a continuación explicaremos. Además, resulta ridículamente crédulo pensar que, mientras se veía la sombra del tsunami de la crisis económica, se mirara para otro lado, ahora alguien esté perdiendo el sueño haciendo pseudo-proyecciones de población a 100 o 200 años. A mí, este repentino brote de prudencia me escama. ¿A ustedes no? ¿Alguien puede tomarse esto en serio de no ser porque los objetivos de tan asimétrico espíritu precavido son otros?

La nueva revolución, a diferencia de la tradicional revolución marxista, que pescaba en la miseria y el analfabetismo, necesita de un cierto nivel de prosperidad material para dar a la sociedad un motivo para no plantearse nada que emita el más mínimo tufo trascendente. Se necesitan sociedades opulentas y poco vigilantes, se necesita “pan y circo” para acabar de desplegar el arsenal revolucionario en las sociedades occidentales. Y ningún ideólogo revolucionario está dispuesto a dejar que esta crisis sea un obstáculo para ello. No obstante, la encrucijada es patente: cada vez será más difícil volver a lo de antes porque el sistema no da más de si, pero se necesita volver a algo que se parezca a lo de antes, aunque sea a costa de hacer las cosas de diferente manera. No obstante, el control poblacional es, a todas luces, uno de los mecanismos más eficaces para ese “volver” pero “sin volver del todo”.

Aparecen aquí varios conceptos clave: el primero de ellos, el concepto “responsabilidad”, entendido como: “hay que tener pocos hijos, porque lo contrario es síntoma de irresponsabilidad en medio de un mundo insostenible”. El segundo: la solidaridad, entendida como: “no hay que poner ninguna traba a las mujeres para que aborten, porque las pobres ya tienen bastante problema”; o: “hay que ser solidario y compasivo con el enfermo: quitémosle de en medio para ahorrarle tanto sufrimiento”.

Como ven, no se trata de una responsabilidad ni de una solidaridad cualesquiera, sino al servicio de la revolución. De lo políticamente correcto, pasamos a lo “políticamente responsable”. Estos conceptos se emplearán para redactar normas, tanto de iure como de facto, más restrictivas a la libertad, tanto de expresión como de actuación, en los ámbitos más irrisoriamente anecdóticos de la vida cotidiana, mientras que debates infinitamente más graves, como los límites morales de la técnica, el concepto de familia, maternidad, la dignidad humana, etc, serán objeto de una ambigua equidistancia. La estrategia de salida será prestar atención a lo pequeño en detrimento de lo grande, crear una conciencia social selectiva dirigida a los intereses de las hordas revolucionarias. Porque llamar a uno “facha” cada vez vende menos. Lo que vendrá será llamarle “irresponsable” o “insolidario”, en la línea buenista que se viene marcando para justificar las mayores atrocidades. En definitiva, educar a la sociedad para que, tal y como empieza a ocurrir ahora, sea ella misma la que construya cinturones sanitarios alrededor de los “irresponsables” e insolidarios”.

Ya ven, la lengua evoluciona. Nosotros también deberíamos hacerlo, ¿no creen?.

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