sábado, 24 de abril de 2010

DERECHO A LA VERDAD

Por Javier de Miguel

Vivimos en medio de una sociedad que ensalza cuasi-enfermizamente los derechos del individuo. O mejor dicho: lo que social y políticamente se consideran derechos. El derecho individual está sumido en un endiosamiento anonadante. Sin embargo, si atendemos con un poco más de precisión a este hecho, nos damos cuenta de que esta exaltación neo-romántica de los derechos es total y absolutamente selectiva. En otras palabras, se ensalzan ciertos derechos, que social y culturalmente se consideran “de primera línea”, y que generalmente coinciden con derechos que, o bien son de segunda línea desde el punto de vista de la ley natural, o bien simplemente no son derechos, sino meras desfiguraciones de la autonomía humana, que vienen a convertir a la sola razón en suma legisladora del bien y del mal. O peor aún, se circunscribe la aplicación de los derechos a la aritmética parlamentaria o a la voluntad pactista de las fuerzas políticas, lo que viene a significar básicamente lo mismo. Por contra, otros derechos, incluso algunos tan básicos y sagrados como el derecho a la vida, se supeditan al ejercicio de otros, menos importantes, e incluso perjudiciales en la escala moral, y por tanto, falsos.

Para contrastar esta tan extendida y aplicada tesis, veremos que la unívoca doctrina social de la Iglesia, entiende por bien común la colaboración en el establecimiento de una serie de condiciones que permitan a la persona desarrollarse en toda su perfección. Así, León XIII, en su encíclica Immortale Dei (1885), para mí uno de los mejores compendios que se han escrito sobre doctrina política a la luz de la fe y la ley natural, nos enseña, literalmente, lo siguiente:

En lo civil y político, las leyes se enderezan al bien común, y se dictan, no por la pasión o el criterio falaz de las muchedumbres, sino por la verdad y la justicia.

Para que reparemos en la suma importancia de esta afirmación, y en las consecuencias que de ella se derivan: las leyes, que son las que regulan la vida en sociedad, los derechos y deberes de las personas, deben estar inspiradas en la verdad.

Es curioso que la legislación y jurisprudencia van reconociendo algunos derechos que tienen que ver con el conocimiento de ciertas parcelas de verdad sobre la vida de las personas: por ejemplo, recientemente se ha reconocido en un tribunal alemán el derecho de los niños nacidos fruto de la inseminación artificial anónima, a conocer a su padre biológico. Asimismo, y aunque desconozco si ya se ha sentado jurisprudencia al respecto, se habla muy positivamente del derecho de los niños adoptados desde recién nacidos, a conocer a sus padres biológicos. También a los familiares de un desaparecido o asesinado, se les reconoce siempre el derecho a conocer la verdad del caso.

Toda esta serie de iniciativas, muy plausibles por un lado, vienen por otro a demostrar la incoherencia de las estructuras legislativas predominantes en Occidente, ya que al alimón que se reconoce el derecho de las personas a conocer su pasado, su origen biológico, etc, se niega su derecho al acceso a una verdad muy superior, y común a todas ellas: su origen, la naturaleza con que han sido creados, y el camino que han de seguir para alcanzar la felicidad.

“Cada uno es feliz a su manera”, se acostumbra a decir. Pero según de qué tipo de felicidad estemos hablando, podemos llegar a caer en un grave error. La felicidad entendida como el legítimo gozo de lo temporal, se puede plasmar en cosas concretas, que cada persona elige conforme a su idiosincrasia, cultura, educación, etc. Pero la felicidad en abstracto, es decir, la felicidad en cuanto que finalidad de la persona, es común a todos nosotros, y puede resumirse, tal y como ya enseñó magistralmente Aristóteles, en “comportarnos conforme a nuestra naturaleza”.

Por tanto, en cuanto que es la verdad la que nos guía para ejercer los verdaderos derechos y obligaciones que nos identifican como personas, uno de los primeros derechos individuales tendría que ser el derecho a poder ejercer esos derechos, es decir, el derecho a la verdad. ¿Qué entendemos por derecho a la verdad? Sin duda, no nos referimos aquí a la verdad empírica, científica, la derivada de las ciencias exactas. Nos estamos refiriendo a la verdad acerca del hombre y del mundo, partiendo de la base de que el mundo y la realidad son uno, y por tanto, la verdad también es una, porque de existir varias verdades, éstas estarían indefectiblemente referidas a tantos mundos y realidades como verdades enunciáramos.

Por consiguiente, si tal como León XIII enseña, las leyes deben estar orientadas al bien común, que es la perfectibilidad máxima de la persona, y sabiendo que ésta se consigue ajustando nuestro actuar a nuestra naturaleza, es decir, a nuestra verdad, llegamos a la conclusión de que los Estados tienen la obligación de mostrar a las personas la verdad sobre ellas mismas, como punto de partida para alcanzar el bien común a que están destinadas. Así, lo que para el Estado se convierte en una obligación, para nosotros se convierte en un derecho.

Desgraciadamente, como consecuencia de los estragos del liberalismo, nuestras sociedades occidentales han devenido en sociedades Poncio-pilatistas, en primer lugar, porque niegan la mera posibilidad del acceso racional a una moral objetiva y común a todos los seres humanos (Quid est veritas?) , y en segundo, y como consecuencia de lo primero, se lavan las manos respecto de su obligación de orientar a la sociedad al bien común, que, como ya hemos dicho, no es más que una obligación de justicia para con los gobernados.

Así, la circunscripción de la vida social al marco de la verdad tiene consecuencias que escandalizan al mundo liberal. Una de ellas es la cuestión de la libertad de expresión. En las sociedades liberales, como la libertad está por encima de la verdad, bajo la justificación de la libertad de expresión se acepta la expresión pública de graves calumnias y faltas a las verdades más esenciales.

Una prueba es la progresiva y generalizada tendencia a la despenalización del perjurio (partiendo de la base de que, para ello, primeramente se han abolido los juramentos, por ejemplo, de cargos públicos), y otros delitos denominados “contra la honra”. Por ejemplo, la ley española establece que las opiniones y valoraciones no están sujetas al límite de la veracidad y tampoco son susceptibles de una comprobación objetiva. Lo cual equivale terriblemente a decir, por un lado, que puesto que no existe verdad objetiva, sino que todo es opinable y valorable, tampoco existe la mentira y el error, de manera que ambas coexisten en igualdad de condiciones. Y en segundo lugar, nuevamente demuestra que la libertad, en este caso la libertad de información, está por encima del honor a la verdad.

León XIII vuelve a hacer hincapié en el grave error que subyace en esta doctrina, cuando afirma que

La libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males. La libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes.

En definitiva, el gran error de los liberales radica en pensar que la libertad descontrolada, incluso cuando pasa por encima del cadáver de la verdad, acrecienta nuestra libertad, cuando ocurre justamente lo contrario, lo que hace es coartarla, ya que la verdadera libertad comienza conociendo lo que somos, y estando protegidos contra el primer grado de mentira, que es la mentira sobre el hombre. Porque, de la misma manera que, en un juicio, el juez necesita conocer la verdad del caso para poder hacer justicia, también para que una sociedad crezca sana y justa es necesario conocer las verdades que la conforman, a ella y a sus componentes. De lo contrario, se pueden fácilmente cometer las mismas injusticias que cometería un juez al dictar sentencia partiendo conscientemente de pruebas parciales, altamente dudosas o totalmente falsas. Y, a la inversa, la promoción de la verdadera libertad humana consiste en publicitar y ofrecer como verdad aquello que es verdad, la única verdad antropológica que corresponde a la real dignidad de la persona como alfa y omega, es decir, como origen y destino en Dios. Entonces estamos hablando verdaderamente de un derecho de primera línea, del derecho a la verdad como camino para la constitución de sociedades justas y democracias sanas.

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