lunes, 27 de diciembre de 2010

ETSI DEUS NON DARETUR: REVOLUCIÓN Y AUTORIDAD POLÍTICA

Por Javier de Miguel

El lento pero dramático tránsito hacia las doctrinas revolucionarias del liberalismo ha tenido diversas fases, que han ido mutando la teoría acerca del origen de las leyes y de la autoridad política.

La palabra autoridad (del latín auctoritas), proviene a su vez del vocablo auctor (autor), lo cual aclara mucho el concepto que representa. Indica que hay una relación directa entre la autoridad que se ostenta sobre algo y la autoría de ese algo: la legitimidad sobre las cosas se adquiere, por tanto, en base a su autoría.

Este concepto tiene una fuerte implicación a la hora de desarrollar el concepto de autoridad política. Desde una perspectiva confesional, puesto que Dios es todopoderoso y autor de todas las cosas, la autoridad última sobre las mismas recae sobre Él a través de Su Ley, y los gobernantes son únicamente delegados divinos que poseen la obligación moral de dirigir las naciones conforme a la ley de Dios. Este era el fundamento de la autoridad en las monarquías pre-revolucionarias que, a pesar de sus flaquezas en otros ámbitos, entendían a la perfección el papel del hombre subordinado a Dios.

Las consecuencias de esta concepción política son múltiples: puesto que la Ley de Dios era la suprema autoridad a la que las leyes humanas debían someterse, el conocimiento de Dios, la teología, se convertía en ciencia soporte de todas las demás ciencias, incluida la ciencia política. Y es por ello que, como bien expresaba Donoso Cortés en su obra “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”, la teología, por lo mismo que es ciencia de Dios, es el océano que abarca y contiene todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas. Y como la Iglesia es la autorizada por Dios para difundir e interpretar Su Ley, entonces la Iglesia se convierte en un órgano consultivo, que no ejecutivo, imprescindible y, lo que es más importante, vinculante. No ostenta poder, solamente autoridad, una autoridad que a su vez no le viene de sí misma, sino de Dios.

La historia nos enseña dos de los muchos bellos ejemplos de armonía entre teología y política: el primero es la reflexión sobre la existencia de obligación moral de evangelizar a los indígenas. Los Reyes Católicos recurrieron a un comité de teólogos para dirimir de qué modo debía llevarse a cabo dicha evangelización, y se preocuparon de estar al corriente de dicho proceso, y de censurar los posibles abusos que se pudieran cometer, pues una de las conclusiones del comité teológico era que no se podía forzar a los indígenas a abrazar la fe, sino que ésta debía ser propuesta y acogida libremente. Todo un paradigma de verdadera modernidad en pleno siglo XVI.

Casi al mismo tiempo, Santo Tomás Moro imparte, en su propia carne, un testimonio magistral sobre los límites de la política positiva, a partir del momento en que de las cortes de Enrique VIII comienza a emanar un hedor de liberalismo embrionario, que se manifestó al legislar favorablemente a su divorcio de Catalina de Aragón, contradiciendo así la ley sagrada. El santo refleja el perfecto equilibrio entre sumisión al poder temporal y referencia a la autoridad última, declarando su lealtad a las cortes siempre y cuando éstas no contradigan a su autoridad última. Santo Tomás Moro no fue, pues, un revolucionario, sino que revolucionaria fue la monarquía del sifilítico rey inglés, al querer convertir en religión su particular visión sobre la moral matrimonial, y obligar a sus súbditos a adherirse a ella.

Hasta el siglo XVIII pocos discutían el origen de la autoridad política y sus repercusiones en el gobierno. Pero fue éste precisamente uno de los aspectos sobre los que más munición descargó la Ilustración: estableció el dogma de la soberanía popular y, sirviéndose de los postulados del racionalismo, determinó que poco o nada se podía saber acerca de Dios (ni tan siquiera su sola existencia), y mucho menos bajo qué principios quería que se gobernasen las naciones. Esta postura, más que el ateísmo puro y duro, fue la que alcanzó una mayor consistencia, debido en parte a la influencia sincretista masónica de la época, que no negaba la existencia de Dios, pero sí su carácter personal y su influjo sobre el mundo, propinando así un certero golpe a la tradición de la teología política.

Esta ideología fue el germen del anticlericalismo de los siglos XIX y primera mitad del XX: la marginación de Dios y la Iglesia, negándoles cualquier autoridad moral sobre el gobierno de la res publica. Hoy, esta misma ideología se ha desarrollado en una forma ligeramente distinta, aunque con resultados similares. El agnosticismo teórico ha dejado lugar al práctico, y ya no cabe preguntarse si Dios existe, porque el propio debate sobre Dios está fuera de la sociedad. Sólo se admite, por evidencia, que existen gentes creyentes y gentes no creyentes, y que, dentro de las primeras, existen creyentes en multitud de religiones, pseudo-religiones, sectas o grupos de espiritualidad al estilo New Age. Las constituciones revolucionarias igualan todas las opciones religiosas, reconocen su pluralidad, y su pertenencia a la legalidad siempre y cuando no atenten contra sus principios, lo cual supone exactamente lo contrario que establece la teología política, es decir, el poder trascendente está supeditado al poder temporal, en vez de la inversa. No obstante, desequilibran la balanza a favor del agnosticismo cuando deciden que se debe legislar etsi Deus non daretur (como si Dios no existiese). Y aquí es donde yace la gran falacia: la neutralidad entre religión y no-religión, y entre las diversas religiones, no es decantarse por el ateísmo práctico, pues eso es tomar partido por una de las opciones. Y eso ocurre porque dicha neutralidad es un eufemismo para esconder la anti-religiosidad de las ideologías revolucionarias, entre otras cosas porque la neutralidad en esta materia es imposible. La cuestión religiosa no se puede obviar, porque hasta quien manifiesta el ateísmo más acérrimo, está debatiendo acerca de la cuestión religiosa y tomando partido en ella.

Muchas mentes privilegiadas de la primera mitad del siglo XX se desvelaron en dar una salida a-religiosa a la barbarie que había supuesto uno de los regímenes más anti-religiosos de la historia de la humanidad, al tiempo que otra barbarie institucionalizada que no le iba a la zaga se convertía en la segunda potencia mundial. Aparece la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ejemplo magistral de liberalismo político, y vano intento de obligar etsi Deus non daretur a las naciones del mundo a cumplir con una serie de principios sobre los cuales, precisamente por prescindir de su origen divino, no tenía ninguna autoridad. Sus nefastos resultados son por todos conocidos.

De esta obsesión por construir la moral por parte de la autoridad política nacen, al menos, dos consecuencias desastrosas: la primera, la difuminación de la autoridad, que se convierte simplemente en poder, y no actúa por si misma, sino en la medida en que coacciona; y la segunda, que existe la elevada posibilidad de que se legisle de forma contraria a la moral, y se fuerce a cumplir estas leyes en base al poder coactivo del Estado. De esa manera, mientras que se ofrece al pueblo una teórica libertad desligando la autoridad de la moral, y ofreciéndole la supuesta posibilidad de gobernarse a si mismo, lo que se está haciendo es fortalecer la impunidad del Estado para gobernar de manera arbitraria.

O se acepta la autoridad divina, o se tendrá que aceptar la autoridad del Estado-leviatán. Y es absurdo decir que existe esa tercera vía llamada soberanía popular: la democracia liberal es un fracaso y una mentira porque la soberanía popular no existe ni puede existir, ya que el pueblo no tiene los mecanismos últimos de poder, ni capacidad para controlarlos, sino que siempre está subordinado en la escala jerárquica. La soberanía popular únicamente es una maniobra liberal para adular a las masas dándoles lo que no pueden tener, para así comprar sus voluntades y sus silencios. Es el Estado con sus mecanismos autoritarios quien sí tiene realmente la soberanía, pues ostenta potestad sobre los súbditos, aunque sean éstos quienes les hayan elegido.

El gobierno de una nación es, per se, absoluto, lo queramos ver o no. Y, por el propio bien del pueblo, vale más que nos pongamos en manos de una autoridad trascendente, última, supra-terrenal, que en manos de las ideologías revolucionarias. Es decir, mucho mejor que actuemos bien quod Deus esse: ya que Dios existe. Y suerte que existe.

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