miércoles, 26 de enero de 2011

REVOLUCIÓN, ÉTICA CÍVICA Y PERSONALISMO

Por Javier de Miguel

Lo que viene a continuación es consecuencia directa del principio etsi Deus non daretur que analizamos con anterioridad. Asimismo tiene que ver con la fundamentación de la moral en la vida pública, y se refiere a la manera revolucionaria de organizar una sociedad “civilizada” una vez se ha apartado la trascendencia de las conciencias de los individuos. El objetivo primordial, a esta altura, es configurar un orden moral que pueda ser aceptado a nivel social por el conjunto de la ciudadanía, para lo cual la herramienta básica sería el consenso, por forzado que éste sea. Y si no es aceptado, al menos, ha de ser asumido y cumplido.

Vaya por delante que esta aspiración de diseño de una moral pública parte de dos premisas: la primera, que niega que la moral privada tenga una proyección viable en la vida pública, pues asume que pueden existir tantas morales como personas, y por tanto, de salida, niega la existencia de una moral objetiva, trasladando el debate al establecimiento de una moral ya no objetiva, sino que simplemente funcione en el ámbito práctico; la segunda, que hace suyo el principio rousseauniano del contrato social, y por tanto, de la perspectiva jurídica, y no natural, de la sociedad civil: es por eso que es necesaria una moral civil, una moral de consenso, que todos asuman sin excepción, incluso aunque para ello deban abandonar forzosamente sus convicciones privadas.

En toda esta concepción mecanicista de la sociedad, es el Estado-leviatán hobbesiano quien se encarga de custodiar el cumplimiento de esa ética cívica, educando a los ciudadanos en los valores (ya no virtudes) que se desea fomentar, y en los anti-valores (ya no vicios o males) que se quiere evitar. Huelga decir que este Estado-policía depende de los votos de sus súbditos para subsistir, y por tanto, tiene dos alternativas para controlar el cumplimiento de estas “normas”; o bien los impone con la mayor suavidad posible y con palabras lo más genéricas y suaves al oído que sea posible, o bien articula un entramado de manipulación de la opinión pública llamado “corrección política”, que alinea el pensamiento de las masas con los postulados de sus gobernantes, evitando así fricciones que puedan desgastar el poder de éstos últimos. En la práctica, el sistema suele ser mixto: el primero se emplea mientras se pretende redirigir la opinión pública, y una vez conseguido, se implanta espontáneamente una especie de “control social” que refuerza sus postulados. Es este control social el encargado de marginar bautizando con los calificativos más peregrinos a quienes no comulgan con los dogmas de esta ética social.

Esta visión de la ética tiene implicaciones que pretenden justificarse bajo el paraguas de las sociedades llamadas post-industriales, que se caracterizan por la pluralidad o la globalización, lo cual, y siempre según ellos, supone que la ética debe amoldarse a estas nuevas realidades, pero no de una manera absoluta, sino a través de la denominada ética de mínimos. Se trata de una ética que no busca la virtud, sino que entiende la socialización como un mal necesario, y solamente aspira a la convivencia no-violenta entre los individuos, y defiende postulados tan cochambrosos como el de “mi libertad acaba donde empieza la tuya”, que parte de la base de que la libertad consiste en la posibilidad de hacer todo lo que a uno le place, con la única limitación de “la libertad del otro” (lo cual convierte al otro en un estorbo para el ejercicio de mi libertad, con la consecuente tendencia al individualismo). Es, por otro lado, una ética que proyecta una visión del hombre extraordinariamente mediocre y pesimista, pues asume que la convivencia pacífica consiste únicamente en un pacto de no-agresión entre los miembros de la sociedad, fundado en unos principios tan vaporosos que convierten la vida de la humanidad en un equilibrio fragilísimo, en una especie de guerra fría de todos contra todos, una torre de naipes al borde de un precipicio.

Por supuesto, esta ética de mínimos excluye de la vida pública el fenómeno religioso, pues, ¿cómo iba a ser posible conciliar tan amplia variedad de creencias, pseudo-creencias y no-creencias sin caer en la discriminación hacia algún o algunos grupos sociales? Por eso la solución que se propone es vaciar al hombre de su dimensión trascendente, “discriminando” así al 100% de la humanidad, que es el porcentaje de quienes tienen inscrita en su corazón dicha dimensión, e instaurando así un sistema de ateísmo práctico que nadie demanda y que en nada responde a la naturaleza humana. Se va fraguando así el concepto de ciudadano, artificio administrativo como tantos otros, y que consiste en insuflar en una supuesta tabla rasa una serie de principios, rasos también, que deriven en una homogeneidad, porque recordemos que, para la revolución, la clave de la convivencia no es la diversidad que tanto idolatran, sino precisamente lo contrario: la homogeneización, la uniformidad y la no-diferenciación, sobre todo en la medida que ellas permiten orientar a la sociedad hacia sus fines.

Esta influencia revolucionaria de la moral ha inundado de tal manera el mundo intelectual, que incluso desde ámbitos culturalmente cristianos ha sido vista con buenos ojos, incluso fomentada, en una versión más ligera en su carga ideológica, pero igualmente errónea por cuanto confunde la naturaleza del hombre y la idiosincrasia de la sociedad natural. Esta corriente, sintetizada a menudo bajo el denominador de personalismo, fue defendida a mediados del siglo XX por algunos filósofos de formación cristiana como Emanuel Mounier o Jacques Maritain, coincidiendo precisamente con el debate que se abrió tras la Segunda Guerra Mundial sobre la necesidad de fijar criterios morales válidos y respetados universalmente. El personalismo es menos desechable que el liberalismo o el socialismo, en tanto que reconoce una dignidad propia de la persona en tanto que ser que trasciende lo material, y por tanto aspira a enfocar toda la vida social y política entorno a la persona entendida como ser a la vez material y espiritual. Pero el personalismo yerra básicamente al pensar que la antropología cristiana y liberal pueden convivir armónicamente, para lo cual sería necesaria una ética heredada de la cultura judeocristiana, pero privada de fundamento último. Es, pues, una doctrina condenable, no tanto por su mala fe, como por su antropología desviada.

Estamos, pues, ante un pacto tácito que se ha hecho desde los sectores más conservadores de la sociedad con determinados aspectos de las ideologías revolucionarias, pero es un pacto asimétrico: la revolución no ha dado un solo paso atrás en sus aspiraciones, mientras que quienes han dimitido de sus convicciones son muchos de aquellos quienes deberían, por autoridad moral, combatirles y contra-argumentar sus aberraciones.

En definitiva, la ética agnóstica o atea propia de las ideologías revolucionarias, lejos de buscar el bien del individuo y de la sociedad, se conforma con tejer un entramado de prejuicios y falacias de suma fragilidad intelectual, y es sobre éstas bases que la sociedad civil se asienta. Porque sólo con bases caducas e inestables se puede poner en práctica la ingeniería social revolucionaria en una especie de mecánica ensayo-error en la construcción de ese hombre nuevo, feliz en apariencia, habitante de un paraíso terrenal, abstraído en su propia contemplación, dejado a sus apetencias sensoriales y totalmente reducido a su más primaria animalidad, que sólo el Estado y sus imposiciones puede atenuar para salvaguardar un mínimo orden. Es, sin duda, un panorama dantesco que no puede acabar bien.

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