miércoles, 30 de marzo de 2011

LA REVOLUCIÓN Y LA LÓGICA DE LO ILÓGICO

Por Javier de Miguel
Si en algo ha cosechado pleno éxito la revolución, ha sido en la inmensa ignorancia sustancial sobre el hombre que ha sembrado y sigue sembrando con total impunidad. Aspectos tan ilógicos como hacer ver al hombre que su libertad es infinita, que todo se acaba cuando dejamos de respirar, que el hombre vive en el mundo por puro azar, o que la única esperanza consiste en los bienes terrenos, forman parte de ese conglomerado que ellos denominan “hombre nuevo”. Todo ese razonamiento, pese a partir de terribles falacias, tiene una lógica tan aplastante como realista y aterradora, para entender la cual no hay más remedio que aguantar la respiración y asumir, por unos momentos, toda esa sarta de premisas falsas.

La asignatura estrella de las ideologías revolucionarias es la libertad. La libertad que propugnan se basa en la ausencia de cualquier limitación de índole técnica, física o moral para la actuación del ser humano. Es más, establecen que la felicidad humana se gradúa en función de su capacidad de librarse de esas barreras. El planteamiento de la libertad así definida no puede ser más absurdo: sin embargo, es precisamente el resultado de asumir esta ilógica lo que nos permite explicar la lógica de los comportamientos humanos así entendidos.

La primera y principal consecuencia es la despersonalización, que afecta a muchos ámbitos: el actuar humano se convierte en mera pulsión animal, ignorante del otro, utilitarista y egoísta. Ello se traduce en una decreciente capacidad de compromiso con el otro, que se refleja, entre otros, en la creciente ratio de fracasos matrimoniales, y también en una mayor inestabilidad y superficialidad de las relaciones humanas en general: crece el invidualismo, y por tanto, el aislamiento, y la dificultad para darse al otro. El grado de conflictividad social se dispara, y con él los esfuerzos que debe hacer la justicia para mantener el orden. Es, por tanto, el “querer por querer” lo que vacía profundamente al hombre, al negar su naturaleza social, y ser un deseo permanentemente insatisfecho por las limitaciones que hemos comentado. Por tanto, si la libertad así entendida es una utopía, también lo es la felicidad que han pretendido graduar en base a esa libertad.

Otra de las protagonistas (por su ausencia) de la ilógica revolucionaria es la muerte. Se sabe que nos llegará a todos, pero se ha convertido en uno de los temas más obscenos que uno puede sacar a colación en una conversación, resultando ofensiva su sola mención, y repugnantemente indiferente tratar de introducir cualquier cosa que pueda referirse a un “después” de la muerte. La ilógica general asume que todo termina con la muerte, sin ni tan siquiera contemplar la posibilidad de que no sea así. Algo muy parecido ocurre con Dios, donde además se da una insólita asimetría de pensamiento: a quienes pretendemos demostrar la existencia de Dios mediante la razón, se nos exige aportar pruebas empíricas, cuya ausencia significa la refutación fulminante de nuestra tesis; sin embargo, quienes defienden la no-existencia de Dios, lo imponen como dogma, sin que les sea exigido aportar ninguna prueba, ya sea científica, ni mucho menos por la vía de la razón. Así, la gran falacia revolucionaria en este aspecto consiste en que son aquellos que no tienen nada que decir ni demostrar los que ponen las reglas del juego del debate acerca de Dios. De esa manera, los conceptos de Dios y la muerte quedan revestidos de tal misterio que acaban por ser omitidos, y asumida la tesis de que toda la existencia mundana es fruto del azar (recordemos: para la revolución, la clave no está en demostrar las cosas, sino en hacerlas asumir). Tan aberrante ilógica, tiene, como todo, sus consecuencias lógicas: la primera y principal es el materialismo. Puesto que asumimos la tesis (indemostrada y absurda, pero la asumimos) de que la existencia terrena es principio y fin del hombre (“venimos de la Tierra y vamos a la Tierra”, propugna el movimiento “New Age, cuyo dios es la propia Tierra -gea-), entonces la existencia se convierte en una carrera contrarreloj para conseguir todos aquellos bienes que consideramos que más nos van a satisfacer: dinero, poder, placer, búsqueda de nuevas experiencias.

Son, sin duda, instrumentos para disfrazar el enorme pesimismo inconsciente que entraña el creerse pura materia que será bio-degradada en unos años, que además no se sabe cuántos serán. Desde esta perspectiva, el hedonismo se convierte en el referente moral de las personas: cualquier cosa que implique molestia, ya sea física o psicológica, debe ser eliminado, incluso a costa del otro (porque, recordemos, el hedonismo va de la mano de la libertad desbocada que hemos expuesto en el párrafo anterior).

El problema es que, como lo material es insatisfactorio en esencia, la frustración se convierte en un sentimiento permanente de quien fija su esperanza en las cosas terrenas. En este sentido, el materialismo actúa como una droga: proporciona una felicidad efímera seguida de sentimientos de culpa y depresión, pero al mismo tiempo necesita cada vez dosis mayores. Al conjunto de todos estos pensamientos y maneras de actuar se le denomina genéricamente (pero definiendo a la vez un concepto muy claro) inmanentismo: éste es el leit motiv de la revolución: el pensamiento único acerca de lo terreno, la omisión de lo ultra-mundano y, en definitiva, la vida encerrada en una cáscara donde se corre una carrera contrarreloj por alcanzar metas utópicas que, además, degradan al hombre y lo rebajan a su categoría más primaria.

Si recapitulamos, nos daremos cuenta de que el panorama que plantea esta lógica-ilógica es desolador: una libertad infinita que nunca puede ser alcanzada, una ambición de bienes terrenos que nunca acaba por satisfacer plenamente, una búsqueda del placer permanente que tampoco puede jamás realizarse, etc. Dicho de otra manera, los ideales inmanentistas son todos ellos irrealizables. En este sentido, existió, en mi opinión, uno de los mejores lógicos de la ilógica (la alabanza es irónica, por supuesto), que fue Arthur Schopenhauer, el cual postulaba que, ante la ausencia de finalidad alguna en el Universo, y el carácter despiadado de la realidad, la muerte era la única liberación: el suicidio como huída. Y desde luego, tiene toda la lógica del mundo, si asumimos las tesis anteriores, por eso me parece un perfecto lógico de la ilógica. Y por supuesto, cualquier persona que parta de estos principios y conserve alguna neurona libre de la radiactividad revolucionaria, llegará a esta misma conclusión (cada vez más gente lo está haciendo, ¿por qué se habla tanto de la mortalidad de los jóvenes en la carretera y tan poco su tasa de suicidios, que ya ha superado a la primera?).

Cuán diferente es, sin embargo, la lógica cristiana: el hombre viene de Dios y su vocación es volver a Dios, para lo cual debe transcurrir su vida terrena en el horizonte de la imitación de Cristo y la vida de santidad, utilizando el precioso don de la libertad orientado al bien, con la esperanza puesta en que las dificultades de la vida terrena son sólo parte del viaje cuyo destino es compartir la Gloria eterna de Dios, que ya se nos anticipa en vida a través de la Gracia Santificante.

Como siempre, sólo la verdad y nada más que la verdad es lo que realiza plenamente al hombre: porque la verdad, a diferencia de la mentira revolucionaria, existe y es alcanzable, y en ella se materializan las aspiraciones más profundas de la naturaleza humana.

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