martes, 7 de junio de 2011

LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y PENSAMIENTO: UN POSTULADO REVOLUCIONARIO, SÓLO EN TEORÍA

Por Javier de Miguel

A buen seguro que el lector condicionado ideológicamente por la pandemia revolucionaria demandará fuertes y poderosas razones que fundamenten el título del presente artículo. Y yo le aplaudiré y agradeceré por su exigencia: la capacidad crítica es una de las aptitudes de la razón que con mayor vehemencia ha sido y es atacada por el pensamiento revolucionario, y el sólo hecho de usarla ya es indicio de que todavía queda en él un reducto de lo que coloquialmente se denomina sentido común, que no es otra cosa que ese fuero interno de la persona que reclama que todo aquello que se diga o haga no quede por debajo del estándar de la racionalidad humana.

Hecha esta breve introducción, nos centraremos en satisfacer la demanda de este bienintencionado lector que, sin duda de buena fe, pensará que conceptos tan aparentemente progresistas y positivos como la libertad de expresión y pensamiento son siempre y en todo caso plausibles y dignos de ser fomentados socialmente, y que, por supuesto, las democracias contemporáneas son su adalid, al mismo tiempo que nunca podrán mutar para convertirse en negación de sus propios postulados.

Quien así piensa ignora, por un lado, el fundamento de la verdadera libertad de pensamiento y expresión, y por otro, que el código genético de los sistemas democrático-revolucionarios es incompatible incluso con la mejor de las acepciones que de estos conceptos seamos capaces de enunciar. Aunque pueda parecer incoherente, comenzaremos exponiendo esta incompatibilidad, para luego pasar a definir lo que se entiende, a la luz de la razón, por libertad de pensamiento y expresión. Por tanto, y hasta que introduzcamos dicha definición, partiremos a conciencia de una falsa, que es la que a muchos viene a la cabeza por el mero hecho de mencionar dichos conceptos, a saber, que el pensamiento y la expresión del mismo puede, y debe, tener una proyección social ilimitada, y su difusión no ha de contar con ninguna cortapisa legal, en tanto que, de lo contrario, se estaría atentando contra la misma dignidad humana.

Como hemos anticipado, sobre esta premisa falsa se construiría otra, también falsa, según la cual, las ideologías revolucionarias no sólo son las grandes protectoras de estos magnos derechos, sino que poseen el privilegio natural de su monopolio, de manera que, quien no comulgue con ellas, es al mismo tiempo un detractor de todas las patentes de corso que se han auto-arrogado. Pues bien, sin denunciar todavía la falsedad de la primera de las premisas, estamos en condiciones de evidenciar la de la segunda. Basta solamente pararse a pensar cómo trata el sistema a todos aquellos que tienen la osadía de poner en duda a quienes, libremente, piensan y manifiestan su pensamiento en términos contrarios a los del pensamiento único. Porque, ¿acaso no forma parte de la libertad de pensamiento y expresión pensar que el pensamiento y la expresión deban no ser libres? (en esto profundizaremos más tarde) ¿acaso no es democrático dejar pensar y expresar que el sistema democrático tal como se entiende y se practica en Occidente debe ser poco menos que demolido y re-construido? La lógica diría que sí. Pues bien, la lógica de lo ilógico revolucionaria dice que no. Mejor dicho, dice que siempre y cuando no atente contra los principios del propio sistema: lo mismo que han dicho todos los líderes de sistemas totalitarios desde la época de los césares.

A la hora de describir, en la práctica, cómo se articula esta contradicción fundamental, podemos pararnos en dos principios de los que pretenciosamente se jactan los ideólogos revolucionarios, y de los cuales ya hemos hablado en anteriores ocasiones: por un lado, la separación entre moral pública y moral privada; y la segunda, la perversión del lenguaje.

Por lo que respecta a la primera, es evidente que el sentido común más elemental la considera como una grave limitación a la libertad de pensamiento. Pocas cosas hay más respetables y dignas en el hombre como su conciencia (recta, claro está), y cualquier intento de forzar a las personas a vivir en sociedad de manera opuesta a como viven en su ámbito privado, resulta un grave atentado contra su libertad. Y más aún si las represalias al respecto consisten en dificultar o inhabilitar para determinadas profesiones a aquellos quienes, en el ejercicio de su libertad, contraponen ciertos aspectos de la praxis profesional con los dogmas del unitarismo ideológico revolucionario. Cada vez que se impone a un juez, un profesional sanitario o un maestro actuar de una determinada manera en aspectos con relevancia moral, se le está condenando no sólo al ostracismo, sino que se le está obligando a cometer el delito más grave, que es violentar su conciencia para ponerla al servicio de la ideología oficial, en un ejercicio de pleno totalitarismo de Estado.

En cuanto al segundo vehículo de represión de la libertad de pensamiento y expresión, el que tiene que ver con la confusión semántica de los términos, valga resaltar que se apoya en la creación de una “terminología oficial” en línea con la ideología oficial de Estado que propugna la revolución. El lenguaje no sólo se distorsiona, se adultera y se confunde, sino que directamente se acota y se limita a los márgenes de lo “políticamente correcto”. ¿Alguien en pleno uso de sus facultades puede no llamar a esto represión del lenguaje, sin faltar a la justicia?

Se puede pensar que nos estamos contradiciendo, pues ¿Cómo podemos criticar al mismo tiempo la libertad de pensamiento y expresión y, al mismo tiempo, la existencia de cortapisas a su ejercicio? Sencillamente porque la esencia de ambas libertades es completamente diferente según si adoptamos la definición falsa o la verdadera de las mismas. No daremos una definición de diccionario, sino varios trazos que, a nuestro entender, permiten caracterizarlas con objetividad:

- La libertad rectamente entendida es la capacidad para buscar y obrar el bien. Por tanto, todo aquel atributo que pretenda acompañar al término libertad (en este caso, el pensamiento y la libertad), debe rendir honor al bien. Por tanto, sólo existe libertad para pensar y expresarse en aras al bien. Por contraste, no existe una libertad para el mal. La libertad para el mal es en sí una esclavitud, y por tanto, no puede nunca denominarse libertad. Ahora bien, puesto que, para la revolución, el término “bien” es una imposición, y la palabra “libertad” tiene una connotación negativa, es decir, se entiende no en cuanto acción hacia (el bien); sino como ausencia-de (condicionamientos, trabas, cortapisas al obrar humano), entonces la libertad no sirve ni para el bien ni para el mal; simplemente sirve por sí misma, con independencia del uso que se le dé.

- Puesto que la libertad debe estar orientada al bien, y el bien es bueno, la libertad de pensamiento y expresión tienen como límite, no los principios del sistema, como en el caso del delirio revolucionario, sino el propio bien, o sea, lo bueno: en otras palabras, la libertad de pensamiento y expresión deben reprimirse en la medida en que incita al mal, es decir, en la medida en que alteran el recto orden moral, y no en la medida en que son inconvenientes al artificial esquema de principios del sistema.

- La función de la autoridad política no es garantizar la libertad en su acepción negativa (estrictamente, no sería una acepción de la palabra libertad, porque sencillamente no es libertad), sino garantizar el bien común, que como, sabiamente, define la Doctrina Social de al Iglesia, es el conjunto de condiciones sociales que permiten a la persona en sociedad desarrollar toda su perfección.

- De aquí que afirmemos sin contradecirnos: represión a la libertad para el mal, puertas abiertas a la libertad para el bien, pues las libertades a las que nos estamos refiriendo, y para las cuales reclamamos diferente tratamiento, son completamente opuestas.


En definitiva, las libertades de pensamiento y expresión no pueden ser ilimitadas en cuanto rebasan la barrera del bien objetivo y se convierten en perniciosas. Pero donde no debe haber cortapisas es en el derecho a ejercer la libertad de pensamiento y libertad de expresión en aras al bien, es decir, la libertad para el bien. La revolución actúa perniciosamente en doble sentido, ya que al mismo tiempo que da carta blanca a la libertad para el mal, coarta la libertad para el bien, a la que considera una imposición.

Una vez más, nos hallamos ante un ejemplo del intencionado analfabetismo antropológico que pretende transmitir la revolución. Sólo pensando que el hombre es cualquier cosa se puede defender que el hombre pueda hacer cualquier cosa. Sólo negando la naturaleza humana se puede afirmar que el hombre debe construir su naturaleza. Sólo ignorando a Dios se puede decir que el hombre es dios de sí mismo. Y ya se sabe, quien construye su casa sobre barro…

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