domingo, 1 de noviembre de 2015

MORAL Y MORALES


Por Javier de Miguel

Hace no mucho cayó en mis manos una breve obra del P. Juan Luis Lorda, llamado "Moral. El arte de vivir". La obra, sencilla en cuanto a contenido, ofrece un enfoque apologético interesante, de aquellos que, sin aportar grandes novedades al lector formado, sí le ofrece argumentos que presentar ante el público general.

Merece ser destacada la claridad con la que tumba las falsas concepciones de moral que presiden el mundo moderno, aquellas que tantas veces nos vienen a la cabeza, y que experimentamos a través de nuestras relaciones con los demás, pero que casi nunca tenemos ocasión de sistematizar, cuando, si nos paramos a pensar, son fácilmente encasillables en tópicos manidos y hediondos, y que podríamos resumir en:

1. La intención basta.

No. La intención no basta. La intención debe ser recta, pero es la virtud es la que canaliza la moralidad. No basta pretender ser bueno, o hacer algo bueno, si:
a) se emplean medios perversos;
b) el resultado de la acción es malo por falta de virtud de quien ejecuta la acción, bien sea debida esta última a la ignorancia (falta de formación sobre la ley moral) o la debilidad (falta de fortaleza para enlazar entendimiento, voluntad y acción).
Por supuesto, una falta de rectitud de intención no avala un resultado bueno, pues entonces es en muchos casos la casualidad la que interactúa exclusivamente, y no la libertad. Pero eso tampoco afirma la soberanía de la intención para el juicio moral. 
Esto también nos enseña que al hombre no le alcanza con sus solas fuerzas para actuar moralmente, sino que necesita de la Gracia. Cualquier intento de divinizar la voluntad puramente humana del hombre no es sólo vano, sino contraproducente


2. "No hago daño a nadie".

Lo inmoral es aquello que envilece al hombre, sin que necesariamente deba derivarse un mal para el prójimo. El daño que se pueda hacer al otro no es más que una consecuencia de ese envilecimiento, que muchas veces es velado o autocomplacido. De hecho, una de las habilidades más hipertrofiadas, por practicadas, de la manera de razonar moderna es la inmensa capacidad de autojustificar conductas intrínsecamente perversas, sobre todo si de ellas no se deriva un mal evidente (aunque el umbral de evidencia de ese mal, lógicamente, va en caída libre, por la degradación de la vida moral, como demuestra, por ejemnplo, la mentalidad abortista). La automplacencia, pues, es el deporte nacional,  y el "no hacer daño a nadie", uno de sus recursos más empleados.

Ni que decir tiene que desde un punto de vista católico, la cuestión es aún más evidente: es inmoral todo lo que es contrario a naturaleza del hombre, por cuanto contradice la voluntad del Criador respecto del hombre, y por ello, Le ofende. Por tanto, para un cristiano el "no hacer daño a nadie" ni siquiera es factible, pues toda conducta inmoral hace daño a alguien, y ese "alguien" siempre incluye a Dios..


3. La conciencia

Me atrevería a decir que, junto con "libertad" y "amor", es el uno de los términos más desollados de la modernidad. La conciencia es sagrada, dicen: ahora bien, no es patente de corso para legitimar la actuación humana. Cuando alberga el error,  es deber de los demás corregir, no la conciencia, que puede estar irremisiblemente deformada, y que no se puede corregir sin la cooperación del sujeto, sino los actos que se derivan de esa conciencia.

A menudo, cuando se utilizan, incluso las palabras de "Veritatis Esplendor", que define la conciencia como "el sagrario de la persona", a menudo se hace para legitimar que cualquier decisión, si es tomada en conciencia, es válida. Lo cual nos lleva al absurdo de que dos decisiones moralmente opuestas (por ejemplo, abortar, o salvar la vida a un feto a punto de ser abortado), si son tomadas en conciencia, serán igualmente válidas. Es decir, estamos de lleno sumergidos en el relativismo e indiferentismo. La moral objetiva ha desaparecido y ha sido suplantada por la conciencia autónoma, donde quien habla a la conciencia no es Dios sino el propio hombre, fuente y fundamento de una moralidad que ya no es tal. Sólo Dios tiene derecho a hablar a la conciencia, que debe estar bien formada para recibir esa voz, y tiene la obligación de obedecerla.

Como dice el Catecismo:

1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia 
1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.
1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

Cosa distinta es que no se pueda, por imposible, forzar a alguien a entender la maldad de algo que entiende como bueno., si esa persona tiene la conciencia deformada y es incapaz de percibir la verdad de las cosas. Pero no valida su decisión ni su pensamiento, y desde luego, si éstos tienen repercusiones sociales, la cura del bien común debe prevalecer impidiendo al sujeto actuar conforme a su "conciencia".

4. El ámbito de lo opinable:

La verdad es extrínseca al conocimiento, lo cual no quiere decir que no posamos alcanzarla por la vía de la razón y la fe. La esencia de las cosas se mantiene al margen de nuestras opiniones, luego no todas son igualmente válidas, sino tan sólo las que se ciñen a la verdad, y en el campo de la moral, a la verdad sobre el hombre. Esto, lógicamente, implica una censura del nominalismo, germen del indiferentismo moderno, y que parte de la base de la imposibilidad por el hombre de acceder a la esencia de las cosas, de manera que las diferencias entre las cosas se determinan por una simple cuestión nominal, es decir, de nombre. Queda, pues, la puerta abierta, a llamar al mal bien, y al bien, mal. Queda, por tanto, bajo este prisma, la moral finiquitada, al no poderse llegar a conclusiones objetivas sobre moralidad más allá de las convenciones o la utilidad social del momento.

5. Un ideal inalcanzable

Una buena parte el pensamiento moderno, incluso el eclesiástico, se ha plegado a la tentadora idea de que en un mundo donde la percepción del bien y del mal está severamente erosionada, los cánones de la moralidad no deben exigirse con la misma intensidad, o al menos, no a todos, pues existiría una imposibilidad generalizada de actuar de manera moralmente distinta en determinados ámbitos.

Por ello, la solución sería ir rebajando las exigencias morales a las meras capacidades humanas de cada contexto social, de manera que se aceptaría que sociedades más decadentes tuviesen un estándar moral inferior. De manera que el umbral de la heroicidad se va degradando, hasta llegar al absurdo punto (del cual no nos encontramos lejos hoy) de que el simple hecho de abandonar el propio egoísmo (presupuesto básico de la acción moral) sería ya una heroicidad. En este punto, el camino regresivo hacia la animalidad se habría ya recorrido por completo, pero con un agravante: la persona sigue siendo persona, aunque se comporte como un animal. Las consecuencias, pues, de pensar y vivir conforme a lo que no se es, o simplemente por debajo de lo que se es, son ya de por sí horrendas.


Evidentemente, el trasfondo de tales falsedades, como pone de manifiesto el P. Lorda, es la deformación del concepto "moral" y su sustitución por sucedáneos buenistas, laxos y acomodaticios. Según los fundamentos anteriores, la moral ya no es más "el arte de vivir las personas conforme a su naturaleza", y como consecuencia:

A) Si no hay naturaleza, no puede haber moral. Lo que en términos modernos se llama "moral" (o morales, porque no se acepta la existencia de una sola), no es más que la autonomía absoluta del sujeto endiosado, libre de decidir el bien y el mal.

B) Nada merece objetivamente un trato superior al dispensado hacia uno mismo: las personas son iguales (en la práctica, no todas, piénsese, por ejemplo, en los bebés abortados) y por tanto existe un trato de equidistancia entre ellas, pero nunca una mirada hacia un ser superior, un criador. La moral se circunscribe al ámbito de lo que puede ser socialmente perjudicial si se generaliza, pero no a lo intrínsecamente malo. Si no hay creador, aunque asumiéramos que existe naturaleza, no hay razón para respetarla. 

C) La falta de referencia a un creador se materializa en sucedáneos que llegan a ponerse en plano de igualdad, e incluso superioridad, respecto del hombre, ciertas categorías en base a criterios de utilidad o consciencia (piénsese, por ejemplo, en los llamados "derechos de los animales", el "proyecto gran simio" o la idolatrización de "Gaia", las diosa tierra)

D) El resultado último de todo lo anterior es la animalización del hombre, su degradación. Creyendo que ha matado a Dios, se ha degenerado a sí mismo, haciéndose más vil y primario: negándose a sí mismo, pero no en el sentido evangélico, sino en el sentido ontológico.


No hay comentarios:

Publicar un comentario