Javier de Miguel
Desde que comenzó la crisis de
los refugiados, los despachos de arquitectura del Nuevo Orden Mundial, con
delegaciones en Nueva York y Bruselas, y sus demás burocracias sistémicas y
países-satélite, nos azotan mediáticamente con la idea dogmática de que los
países deben abrir sus fronteras incondicional e indiscriminadamente a los
refugiados que llaman a la puerta de Europa.
Por supuesto, el asunto de los refugiados
es un asunto económico. Recordemos que uno de sus principales impulsores, el
gurú del mundialismo George Soros, se dedicará a realizar inversiones – siempre
filantrópicas y desinteresadas, no vayamos a pensar mal- para facilitar su asentamiento
en territorio europeo. Recordemos también que la avalancha de refugiados (que,
para el liberalismo económico, en este caso encarnado en la Alemania de Merkel,
no es más que un puñado de manos), permite presionar a la baja los salarios de
todos los trabajadores nacionales ofreciéndoles trabajos de a un euro la hora a
los de fuera, que derivará en no mucho más a los de dentro, so pretexto de que
“otros lo hacen más barato”. Tampoco olvidemos que para el comercio de armas,
la guerra es un suculento negocio, primero armando terroristas, y después
armando a quienes los habrán de combatir. Incluso para quienes desean sofocar
los focos de resistencia sistémica, la guerra es una buena estrategia de
desestabilización de los territorios a cuyo mando están dirigentes que
representan piedras en el zapato de la
globalización político-moral.
Pero no debemos caer en un
excesivo pragmatismo, y olvidar que, en esencia, éste también es un tema de
índole político-moral, concretamente de ingeniería social. La asunción por
parte de las naciones europeas de las masas de inmigración conlleva una
necesaria disolución de la cultura europea, antaño católica, también denominada
“cristiandad”, luego cainizada por el “herejísimo”, y posteriormente, y como
consecuencia de lo anterior, sumida en el más mediocre posmodernismo, hijo
bastardo del liberalismo y el marxismo. Pero por si quedaba algún resquicio de
ese glorioso pasado, aunque sea en forma de lo que los liberales llaman
“cultura cristiana”, abrir fronteras es la gota que colma el vaso de la
disolución de las tradiciones locales de los países de “acogida”, por supuesto
también las religiosas, y pone en bandeja las políticas uniformistas y
homogeneizadoras (que nada tienen que envidiar a las de la Unión Soviética),
que pretenden, en el fondo, crear una cultura, moral y religión universales. Su
leit motiv: suprimir la cultura,
moral y religión tradicionales, y sustituirlas por ese concepto laxo de
multiculturalismo, una supuesta moral de mínimos, que es el paradigma del
relativismo, y una religión sin Dios, que es lo mismo que una pseudo-religión
antropocéntrica donde el hombre es la medida de todas las cosas, y que creyendo
dar así satisfacción a las aspiraciones humanas, como mal profetizaba Fukuyama,
lo degrada y animaliza, convirtiéndolo en un esclavo feliz de serlo, como bien
profetizaba Huxley.
Y todo ello sembrado en el
terreno abonado con la libertad de expresión, de imprenta y de cultos que el
liberalismo se encargó de arar permite acoger hoy las semillas del mundialismo
que está fructificando, con las honrosas excepciones de naciones que están
haciendo bascular el centro de gravedad de la civilización hacia el Este de
Europa.
También desde las más altas
esferas vaticanas, que se han acostumbrado con lamentable frecuencia a navegar
de popa al viento de las ideas dominantes, también se nos fustiga, en este caso
con el argumento de autoridad, con la idea de que es cuestión de humanidad, de
caridad al prójimo, abrir las fronteras, que “construir muros no es cristiano”,
etc.
Pues bien, para poner orden este
caos, ignorante o interesado, nos puede ser de gran ayuda la teología moral
tradicional, concretamente estos dos principios:
-
El bien espiritual, tanto a nivel individual,
como nacional, está por encima de las necesidades materiales. Es lícito, es
más, es obligatorio, atender primero a las necesidades espirituales de los
pueblos, incluso dejar de atender las necesidades materiales de otros, cuando
de ello puede derivarse grave peligro para la paz (gran número de terroristas
infiltrados entre los refugiados) o el bien espiritual de la nación (disolución
de los principios morales y culturales católicos por la entrada de fieles de religiones
falsas, como el islam).
-
La práctica de la caridad para con el prójimo no
se practica a tontas y a locas, movida por el sentimiento momentáneo, sino que
tiene un orden de prioridades señalado por la razón. El motivo es el mismo por
el que no es obligación moral amar con igual intensidad al padre que al extraño:
el hecho de no estar unidos a nosotros por los mismos lazos. Por este motivo,
en igualdad de condiciones, debe tener prioridad el compatriota, que comparte
con nosotros el lazo inmaterial de la Patria terrena, respecto del forastero.
Es decir, conforme a este criterio moral objetivo, sólo podrán admitirse
refugiados cuando haya sido erradicada la miseria que sufre un porcentaje
importante de la población nacional, y que además, en el caso de España,
presenta una clara tendencia creciente. Lo contrario, aunque aparentemente
caritativo, es realmente perverso, pues solamente contribuye a expandir la
miseria y a dar un mensaje engañoso a quien cree que en el extranjero puede
mejorar sus condiciones de vida. Y, desde luego, raya lo humillante cuando a
esa inversión de prioridades se la sazona con la figura del “refugiadísimo”,
aquel de quien millones de compatriotas que no llegan a fin de mes han de
soportar el escándalo de la verborrea mediática, unida su derecho automático a
gozar del sistema público de bienestar, del que no puede predicarse
precisamente una especial solvencia.
La verdadera caridad, y la justicia
que se deriva de ella, se practican promoviendo la paz en origen, y no
promoviendo la guerra de parte de las potencias occidentales por motivos
únicamente geoestratégicos, al tiempo que se lucran con el comercio de armas.
Ellos son los únicos responsables morales del devenir de esta situación, y no
aquellos quienes defienden poner límites objetivos (y no sólo cuantitativos) a
la avalancha migratoria.
Pues bien, esto, que es lo que
nuestra Madre y Maestra ha enseñado durante siglos, es lo que ahora parece
haber olvidado, mientras el mundo nihilista, al alimón moralizante e inmoral,
suelta lágrimas de cocodrilo teñidas de mundialismo.
Tienes toda la razón primo, nos están tomando el pelo cosa fina los listillos de siempre...
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